¡Sí, pero así no! Exclamo cuando veo lo que pasa en nuestro país y en el mundo con reuniones multitudinarias clandestinas o desafiantemente públicas, organizadas por gente que posiciona lo que consideran sus derechos frente a sus deberes de respeto a la ley y a la vida de los otros. La realización de esas reivindicaciones personalísimas es el resultado de una cultura global más que tolerante frente al ejercicio arbitrario de la voluntad de los individuos, y menos que tibia respecto a la exigencia de cumplimiento de sus responsabilidades como ciudadanos que conviven en un escenario definido por sistemas normativos que tienen como objetivo favorecer la vida comunitaria para garantizar su sostenibilidad en el tiempo. Porque culturalmente el culmen de las realizaciones de vida para gran parte de habitantes del planeta, y en nuestro caso del Ecuador, se encuentra en un concepto no crítico del ejercicio de la libertad, que no acepta restricciones porque no entiende que el otro y el entorno socio-natural son los receptores inevitables de los efectos de sus comportamientos positivos o negativos.

Sus razonamientos, los de aquellos que nos desprecian tanto y no nos ven porque son incapaces de mirar más allá de sí mismos por su cortedad de entendimiento y de corazón, son tan insulsos como atroces: “Me estorba la mascarilla”, “tenemos derecho a celebrar”, “si no te gusta lo que hago… igual lo voy a hacer”, “tengo derecho a hacer lo que yo quiero, y si exploto fuegos artificiales y el ruido y la contaminación te molestan, es tu problema”. Argumentos de esta laya también son esgrimidos cuando se trata de defender la ingesta colectiva y tóxica de alcohol en fiestas que están prohibidas por las instancias públicas responsables de cuidar a la población para que la pandemia no cobre más víctimas, destrozando destinos de inocentes que pagan con su vida la suprema irresponsabilidad de esos desadaptados, que de alguna manera están amparados por una cultura que reivindica solamente derechos y no exige el cumplimiento de deberes.

Si la esperanza por un presente y un futuro está fundamentada para muchos, como es probable, en que el entorno se adapte a sus requerimientos egoístas y burdos, que exigen que los recursos, la voluntad y las necesidades de los otros se plieguen a lo que demanda su desfachatez individualista primitiva, es venal. La esperanza adquiere sentido como expresión de la vitalidad más depurada, cuando nos exigimos para dar lo mejor de nosotros mismos, respetar al otro, buscar los caminos para cuidar la vida y preservarla, cultivar la delicadeza en el trato social para no arrasar ni causar estragos que debiliten nuestra ya muy comprometida capacidad de supervivencia colectiva. Estas conductas, deseadas para toda la población, deberían ser practicadas especialmente por quienes poseen educación formal, recursos y tienen criterios elaborados sobre la vida y sus circunstancias, para que, desde la observancia personal del discurso, sean referentes vivos para la población a la que tan a menudo le exigimos aquello que no practicamos.

Sin el ejemplo, todo discurso moral es banal y toda esperanza pueril. (O)