En la naturaleza, la constante es el cambio y los seres vivos que logran adaptarse a ellos evolucionan y sobreviven. Esto aplica tanto para los sistemas biológicos como para los sociales.

Una muestra de ello es lo que está ocurriendo con la mutación del coronavirus SARS-CoV-2. A un año de la identificación de su secuencia genética en China, se reportan otras variantes. Las cepas de Reino Unido (B.1.1.7), de Sudáfrica (501.V2) y de Río de Janeiro (B.1.1.28) son las que al momento preocupan por su aparente mayor grado de transmisión.

Los virus mutan para adaptarse a los obstáculos que se les presentan para reproducirse y saltar de un huésped a otro.

El ser humano también ha demostrado un excepcional nivel de adaptabilidad, logrando incluso modificar el entorno natural para garantizar su subsistencia. Sin embargo, en el proceso muchos perecen.

Algunos países han logrado contener los contagios durante la pandemia con mayor efectividad porque extreman las medidas de prevención y atención, mientras otros son laxos, y eso se releja en las estadísticas de infectados y defunciones.

En una misma localidad, por ejemplo Guayaquil, se puede observar que además de las directrices señaladas por las autoridades, un sector de la población se informa de manera adecuada y acoge de forma responsable las medidas de bioseguridad, mientras otro segmento se muestra indiferente o incluso reacio a acatar las disposiciones que pueden salvarle su vida y la de sus familiares. Así vemos cómo, contra toda lógica, se hacen fiestas con cientos de asistentes sin respetar la distancia interpersonal o se trata de burlar los controles en los aeropuertos con pruebas de PCR falseadas, etcétera.

La última semana de diciembre del año pasado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió que el mundo podría enfrentar en un futuro próximo una pandemia aún mayor que la del COVID-19, y que no estaría “completamente” preparado, como tampoco lo está para enfrentar los brotes del actual coronavirus. (O)