Con los años me he acostumbrado a las silenciosas noches alemanas, a las conversaciones a susurros en tranvías y cafés, a las madres que amonestan a sus niños si sus voces se atreven a sobresalir. Pero me he resignado también a esa manía pequeñoburguesa de tantos ciudadanos alemanes de poseer un piano y tocarlo día y noche, indiferentes al hecho de que no a todos nos ha dado Dios la gracia del talento musical. Un extranjero que visita Alemania podría caer en el engaño de hallarse en un país de músicos, pero lo cierto es que, salvo notables excepciones, es un país obsesionado no tanto con la brillantez sino con la “educación musical”. Como consecuencia de esta manía, elijan ustedes cualquier edificio de una ciudad alemana y se encontrarán con al menos un vecino que toca el piano, y créanme cuando les digo que esos vecinos no son precisamente hijos de Beethoven o Bach. ¿Han escuchado a alguien de poco talento practicar incesantemente un instrumento, repitiendo las mismas notas sin gracia ni ritmo, o tocando desalmadamente la misma pieza sin lograr invocar siquiera un espejismo de su belleza original? Es trágico perseguir un genio que te rechaza, pero es mucho más trágico tener como vecinos a estos pobres soñadores.

Yo amaba el piano antes de migrar a Europa: las Lieder ohne Worte de Mendelssohn, los nocturnos de Chopin, las Gymnopédies de Satie; Debussy, Beethoven, Mozart, Bach. Y hoy que vivo a dos kilómetros de su tumba, en la ciudad que alberga su legado y la de otros grandes como Clara y Robert Schumann, Mendelssohn y Wagner, en Leipzig, ciudad de la música y los libros, me pregunto por qué sucumbo al terror cada vez que el sonido de una tecla me asalta desde cualquier ventana, atravesando pisos, cielos rasos y paredes. Quizá porque una cosa es el gran espíritu de la música, la belleza, la pasión, y otra muy distinta la mediocridad obstinada de quien toca para un público involuntario y cautivo.

Llevo dos días sin poder escribir, rodeada como estoy de autodenominados pianistas que habitan los edificios de mi casa y mi oficina. Tenía planificado transcribir un monólogo que he ido componiendo inspirada en las hordas de bárbaros que, instigados por Trump, asaltaron la democracia estadounidense. ¿Se fijaron ustedes en la ropa que vestían y los símbolos que enarbolaban? ¡Una bandera confederada, un hoodie negro con el obsceno logo de “Camp Auschwitz”, camisetas conspiranoides de QAnon, gorras rojas de MAGA! Banderas de Estados Unidos en tela y caras, tatuajes neonazis, el ya famoso gorro de vikingo/shamán/frontiersman que algún ignorante en Ecuador ha comparado con el tocado de plumas llevado por dirigentes indígenas nacionales. En fin, un fashion freak show típico de los rallies de Trump. Un estallido de violencia física consecuencia del consumo diario del discurso de odio y las mentiras inflamantes de su líder. Un asalto contra la democracia, la verdad y la dignidad de un pueblo y sus representantes legítimos. Mientras, el mundo observa horrorizado las consecuencias que trae el haber tolerado durante demasiado tiempo las mentiras de un presidente que sueña con ser dictador. (O)