Retrocedo sesenta años en la memoria, veo la satisfacción y el contento de muchos ecuatorianos, entre los cuales mi madre tan católica, por la asunción a la presidencia de Estados Unidos de su joven correligionario John F. Kennedy. No sé si hay mediciones sobre este tema, pero no me cabe la menor duda de que debe haber sido, con largo, el más popular presidente americano en el Ecuador. No poco contribuía a esta simpatía la identidad religiosa con la mayoría de nuestro pueblo; además estaba el gigantesco carisma de ese político, reforzado por una bella esposa, encantos que permanecen vigentes sesenta años después. Era miércoles 20 de enero el día que entró Kennedy en la Casa Blanca, tal y como lo será pasado mañana. La coincidencia se hace mayor porque el nuevo inquilino de la mansión presidencial esta vez también es católico.

Mucho hay que meditar sobre el hecho de que en 232 años apenas 3 veces, algo más del 1 por ciento, hubo un presidente católico. Esto no parece muy coherente en un país republicano, en el que la religión más practicada es el catolicismo. Se me dirá que no, que es el protestantismo, lo que resulta inexacto, puesto que las iglesias “protestantes” son un conglomerado muy heterogéneo, cuyo único rasgo común es su aversión a Roma. Por ejemplo, el episcopalismo está muchísimo más cerca del catolicismo que, digamos, del mormonismo. Y los bautistas tendrán más de que conversar con los romanistas que, digamos, con los testigos de Jehová. Pero este amplio frente anticatólico convierte a los seguidores del papado objetivamente en una minoría discriminada. Las clases dominantes en la Unión se denominan a sí mismos WASP (White Anglo-Saxon Protestant: blancos anglosajones protestantes), lo que por definición excluye a los católicos de la cúpula social. Esta barrera de prejuicios torpedeó en 1928 la primera candidatura de un católico a la presidencia, el notable Al Smith, que fue ampliamente derrotado por Herbert Hoover, en cuyo gobierno su país cayó en la peor crisis económica de la historia.

Desde hace algunas décadas, los católicos votan divididos entre los dos principales partidos. A unos les atraen las propuestas conservadoras de los republicanos, a otros las planes sociales de los demócratas. Pero todos los presidentes ganadores en las últimas décadas han sido votados por una corta minoría de católicos y, a pesar de todo, los seguidores de Roma muestran una tendencia sostenida a ganar influencia política. Una muestra de lo cual es la fortísima mayoría católica en la Corte Suprema, un organismo muy poderoso en el sistema norteamericano. El catolicismo estadounidense, en su calidad de minoría relativa, ha desarrollado importantes peculiaridades y ha asimilado usos de sus vecinos protestantes, convirtiéndose en una comunidad más liberal en ciertos sentidos que el resto de la Iglesia, pero más auténtica y orgánica. No veo en Joe Biden la talla de Al Smith y ni siquiera el efluvio romántico de Kennedy; asume además en medio de una situación crítica, pero es de desear por el bien de Occidente que Dios guíe sus pasos y con sabiduría sea lo que debe ser un católico, “sal de la tierra”. (O)