Una línea de la última columna de Leila Guerriero me abre el camino de las mías. Así crece la vegetación de las ideas, a costa de un sano contagio expansivo y feliz, aunque las asociaciones mentales no traigan necesariamente luz y alegría. A veces, como en esta pedrada sugerente, nos lleva a desestabilizar todos los lugares comunes sobre la infancia.

Se trata de voltear la mirada, de salirse de la óptica de ver a los niños hacia abajo porque están dentro del resguardo adulto y todo es pequeño junto a ellos, y decir pequeñez es convocar sentimientos suaves, protectores, tanto como usar diminutivos para referirnos a ellos. Del cuidador infantil –llámese padre, madre, niñera o parvularia– se espera amor, atención suprema, inteligencia para sembrar las primeras huellas en las almas que, como los psicólogos nos han enseñado, son fundamentales para la persona en que se convertirán después. La realidad luego nos abofetea con información sobre los depredadores que se esconden en los pliegues de familias y comunidades para asaltar y atropellar el derecho al crecimiento sano. Que rastree cada ser humano en su memoria, más que nada las mujeres, y dará con el recuerdo de la garra que se extendió sobre sus cuerpos muy tempranamente.

Yo me he puesto a pensar en cómo se ve el mundo desde la estatura de los niños, qué se vivencia en los primeros años, qué explicaciones se van formando en la mente curiosa desde que se aprende a preguntar el porqué de las cosas y las historias que les contamos dan cuerpo al sentido de la vida. ¿Hay niños que pueden prescindir de los relatos iniciales, esos donde los animales ocupan el puesto de los humanos y son los primeros protagonistas de los hechos divididos entre buenos y malos? Qué enorme soledad la de la criatura que desatendida o abandonada carece de los primeros referentes o la de quienes juegan con objetos inapropiados a la edad o la escala de aprendizaje en que se encuentren.

La imaginación es una potencia maravillosa que se enriquece en el ambiente adecuado, que emprende construcciones cuando es nutrida con los materiales de fantasías heredadas o innovadoras. Basta el pentagrama de los sonidos, la paleta de todos los colores, las texturas y las fragancias para que la naturaleza se haga escenario regalado y armonioso, así como para que muestre su capacidad de trampa y peligro. Para hablar de infancia tenemos la nuestra y, claro está, la mía proviene de otro mundo, uno donde asomarse a la ventana ya era motivo de distracción y donde la maravilla de los impresos –cómics y cuentos– dejó un acervo de bellísimos recuerdos. Tal vez hoy, los niños pegados a las pantallas encontrarán parecido alimento.

¿Debe la niñez conocer el dolor? es una pregunta válida. La protección paternal quiere postergar por todos los medios esa experiencia que, indefectiblemente, le saldrá al paso, ya sea en forma de limitaciones, carencias, ausencias. A algunos la enfermedad les arrancará lágrimas, a otros los tocará cualquier clase de desventura, pero por encima de ella casi siempre triunfa la vida, y el sufrimiento deja sus elocuentes enseñanzas. En la rueda de la fortuna que nos mueve –alguien la llamará la voluntad de Dios– cada uno tiene la familia que le toca, y con ello, muchas veces, se soporta más que se vive, una infancia, la única, la propia. (O)