¡El 67,72 por ciento de los ecuatorianos aptos para sufragar le ha dicho NO al candidato Andrés Arauz! Perdieron.

Con esa misma lógica, ¡el 80,16 por ciento de ecuatorianos le decía, hasta ayer, NO a Carlos (Yaku) Pérez Guartambel! Perdieron.

Asimismito, hasta ayer ¡el 80,42 por ciento de los ecuatorianos le dijo NO al candidato de la banca, Guillermo Lasso! Perdieron.

Y si miramos desde el otro lado de las ubicaciones de los 16 candidatos presidenciales, postulantes como Paúl Carrasco Carpio no es que alcanzaron un 0,22 por ciento de los votos válidos como respaldo, sino que el 99,78 de los votantes le dijeron ¡NO! En fin, la construcción semántica de los analistas de 280 caracteres, o aquellos a los que su ego les obliga a hablar desde sus intencionalidades, sus enojos, su vergüenza y su venganza, se pone de manifiesto con caprichosos enfoques numéricos que invitan a “no olvidar que –sumados blancos y nulos– casi un 87 por ciento de ecuatorianos le dijo NO al correísmo”.

Esta incertidumbre de ver, en psicología inversa, a todos como perdedores terminará en poco más de dos meses cuando la segunda vuelta se consume, no para desplegar los datos del triunfo, sino que, a pesar de él, saber cuántos le dijeron NO en la sumatoria de blancos, nulos y los del contendor, al que será el nuevo presidente del Ecuador. Más o menos como los sesudos análisis para saber si el estadio de Liga de Quito perdió o no el invicto pese a los resultados, porque siempre habrá el argumento presuntamente profundo, presuntamente revelador de si el triunfo fue por penales, goleada o puntos acumulados.

Los resultados, la verdadera pérdida a la que me refiero es la que experimentaron la prensa y el periodismo. Las encuestas y los encuestadores. Los influencers y sus ínfulas. Aquellos que, junto con el correísmo, decidieron saltar a la arena política hace catorce años porque “somos perros guardianes del poder”. Somos el antipoder. Porque, definitivamente, en el ejercicio de autocrítica que está pendiente no podremos olvidar que prensa, encuestadoras e influencers también son vistos como los perdedores de primera vuelta al no poder posicionar su discurso en aquel 32 y algo por ciento de la población apta para votar, que fueron quienes pusieron en la segunda vuelta a Arauz y Rabascall. Y lo hicieron ya sin vergüenza, descuidando las formas, tragándose los principios básicos de la deontología del oficio para tratar de imponer a su candidato; no para defender el derecho constitucional de acceso a información útil, sino torcer la balanza imaginaria de votos a favor de su ansiada opción. No priorizar lo que, a pesar de sus disgustos, dicen los resultados, sino jerarquizar el contenido y la agenda con la conveniencia de favorecer a su candidato.

Encuestadoras que con cinismo e ingenuidad engañan como si ellos fueran las únicas fuentes de información en tiempos en los que se han multiplicado los accesos a datos, cifras y números. Por eso el titular que encabeza esta columna: ¡Perdimos!

Porque en democracia tomar partido desde nuestra delicada tarea de mediadores no puede ser interpretado sino como una apabullante, descomunal y olímpica pérdida. (O)