Siempre quise un padre que me ame tal como soy, que esté presente en los momentos más importantes de mi vida, que con el mayor respeto pueda tratarlo como un amigo, pedirle consejos e incluso contarle secretos. El que me tocó tuvo que hacerse medianamente responsable a la distancia porque no le quedó de otra, y ser consciente de ello me quiebra. Más de una vez quise verlo con otros ojos, me preguntaba cómo he estado todo este tiempo en su ausencia. Siendo sincera, hasta el día de hoy aún me cuesta asimilar cómo un hombre puede vivir con absoluta normalidad y no sentir la necesidad o pizca de curiosidad por saber las condiciones en que está su hijo. En definitiva, no es padre el que engendra, sino aquel que comparte y vela por el bienestar de los suyos con incondicionalidad.
Sé que a lo mejor para mi padre fui un accidente y hasta un grave error. Durante años esperé una señal, que me quisiera conocer y no que sea el destino quien nos cruce. Busqué intencionalidad e iniciativa de su parte. Sin embargo, con su quemeimportismo destruyó un amor tan puro que estaba dispuesto a echar raíces. No soy capaz de odiarlo; no me enseñaron cómo.
No pretendo ser víctima de una situación como esta; no obstante, es una herida que aún no cicatriza y no sé si lo hará. Las disculpas están de más, porque desde el primer momento que supe de él lo perdoné y eso no me quita el derecho a cuestionarlo.
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Sanando ‘mi niño interior’: ¿por qué es tan importante hacerlo?
Cuando divago en las redes y me adentro en su contenido saltan momentos entre padres e hijos que me enternecen y al mismo tiempo me torturan: abrazos que nunca acaban, caminan juntos, conversan profundamente por horas. ¿Se habrá puesto mi padre a pensar cómo hubiese sido nuestra relación si solo se esforzaba por estar cerca? Hay situaciones en que con solo mamá no basta, y no es que ella no haya hecho adecuadamente un papel doble. Papá, eres esa pieza que va a tener siempre un espacio en mi rompecabezas. (O)
Doménica Vásquez, Guayaquil
