Uno regresa del mar con el alma llena de imágenes inolvidables. Conviven en mi memoria el barco hundido de Manta, visión habitual e inquietante de mi infancia, con el paisaje que admiré recientemente desde el Monumento a los Descubrimientos en Portugal: el río Tajo entregándose al océano, fluyendo hacia el Atlántico para abrirse rumbo a las Américas. El monumento es una carabela de piedra caliza y hormigón, una arrogante exaltación imperialista a la que yo transformaría en barco de madera con alas de viento: disolver así la compulsión de poseer, invitar a soñar las posibilidades del mar.

Pienso, pero no existo

Escribe el poeta Alberti que siempre que sueña las playas, las sueña solas. Es íntimo y sublime caminar a orillas del mar, las olas lamiéndonos los pies, el océano, infinito y hermoso, recordándonos que somos piedras labradas por las mareas de la vida. Es silencioso el aire transparente que nos permite expandir la mirada hasta el horizonte, libre la brisa que nos despeina, alegres las gaviotas que se lanzan decididas sobre aquello que desean. Se dice del mar que es acción y la montaña contemplación. La vida ideal sería observar el mar desde una casita sobre la montaña, pensar la existencia desde el templo de Apolo en Delfos, donde se puede imaginar y explorar los misterios de la vida y la muerte desde las cimas que se elevan sobre el mar.

Joaquín Sorolla era un pintor que amaba la luz y los colores de la naturaleza pero también de la acción e interacción humana: soñaba las playas siempre pobladas. Sus cuadros divinizan la vida humana: eternizan el instante, deslumbran con lo ordinario. Barcas y telas al viento, animales reposando, niños jugando desnudos en las tiernas aguas del Mediterráneo evocan refugios cálidos para épocas de tormenta.

Sentirse viva

Pero el mar es también tempestad y peligro, despedida, lejanía, muerte. En una taberna de Lisboa una hermosa muchacha de Oporto me explicó la poesía del fado que surgía de un viejo tocadiscos llenando el aire de nostalgia y añoranza. No existiría la saudade sin los marineros, ni ellos sin el mar.

Es incontrolable el mar, lo mueven fuerzas que escapan al ser humano, predecibles como la Luna o impredecibles como las que generan esas olas gigantes que me causan fascinación. Sueño con esas olas vagabundas desplomándose sobre mí, despierto con alivio de superviviente. Quizá son ecos de encuentros de la infancia con el océano Pacífico, bautizado así por algún despistado. El rugido de las olas de Tonsupa y Playas todavía dicta el alocado ritmo de mi vida emocional. La serenidad previsible de la naturaleza alemana no ha logrado domar mi turbulenta infancia pasada entre las tremendas fuerzas naturales sobre las que se ha intentado construir el Ecuador.

Primavera

A orillas del plácido Mediterráneo, rememoro mi crianza ecuatoriana entre olas que tumban y arrastran, rasguños de arena, lavados nasales forzados, la piel quemada por el sol y el ácido de las “aguas malas”, el dolor olvidado ante un ceviche o un arroz marinero, un helado gemelo disfrutado miti-miti con la prima. Crecimos al ritmo del océano, de los atardeceres románticos en Salinas, los chicos en el malecón, los besos con sabor a sal. (O)