Entiendo el miedo colectivo frente a lo que pasa en el país. Entiendo que se exija los mayores rigores posibles para castigar a delincuentes que cometen crímenes atroces o que nos tienen sometidos a chantajes, ‘vacunas’ y zozobra. La mayoría de los que cometen esos delitos son jóvenes, no vienen de otro planeta, ni de otro continente, ni siquiera de otros países, la mayoría son nuestros vecinos, conocidos. O políticos que estuvieron hablándonos casi todos los días.

¿Qué ha pasado? ¿Solo es responsabilidad del Gobierno, de las diferentes instituciones públicas, o tiene que ver con cada uno de nosotros, incluyendo a los delincuentes? En esta realidad sistémica, hay que actuar, cada uno en aquello que le corresponde y puede.

La justicia no puede ser solamente una justicia que reprime y castiga el delito, debe restaurar, debe permitir que se repare. ¿Basta con que alguien vaya a la cárcel, cuando ha quitado la vida a una persona? ¿Cómo se repara la familia rota, como se llena el vacío de cumpleaños, navidades y fin de año por siempre marcados por una o cientos de ausencias de quienes sus vidas fueron arrebatadas violentamente? ¿Hay que quitar la vida a cuenta gotas, porque la pena de muerte no es legal?

Los peores delitos no definen a una persona, pero pueden ser determinantes. Se puede salir de eso. Cuando hablamos de derechos humanos no pocos piensan que los que los defienden lo hacen solo con delincuentes. Por eso abogamos con fuerza por otra forma de justicia. No puede ser que personas que cumplen pena por corrupción digan que no se arrepienten de lo que han hecho. Son asesinatos sociales que no se visibilizan los que produce la corrupción. Sus efectos: niños con cáncer que no tienen sus medicinas ni sus padres pueden comprárselas, miles de estudiantes sin educación adecuada, con familiares sin trabajo. La lista es larga. Todos estamos involucrados.

Pero también sé que los peores delincuentes pueden cambiar cuando son tratados como personas y descubren que lo esperan el cariño de sus hijos o de sus esposas si cambian. Lo que cambia a las personas es el afecto y el reconocimiento personal del daño causado. Shaka Senghor, en una conferencia TED de marzo de 2014 –hay muchos testimonios similares–, dice: Fui “lo peor de lo peor”. Fui sometido a confinamiento solitario por 7 años y medio de los que estuve preso. Es uno de los lugares más inhumanos y brutales en el que puedas encontrarte, pero allí fue donde me encontré a mí mismo, cuando mi hijo pequeño me escribió. Para cambiar tuve que reconocer que había dañado a otras personas, pedir perdón, y trabajar para reparar en algo el daño causado. “Eso significaba volver a mi comunidad a trabajar con jóvenes en riesgo que iban por el mismo camino, pero también reconciliarme conmigo mismo”.

La mayoría de los hombres y mujeres que están en la cárcel son recuperables. El 90 % en algún momento regresará a la sociedad y somos responsables en determinar qué clase de hombres y mujeres vuelven a la sociedad. El encarcelamiento masivo, la mentalidad de “encerrarlos y tirar la llave”, no funciona. El habeas corpus y otros beneficios deberían otorgarse a aquellos que de verdad reconocen el daño causado y están dispuestos a enmendar en algo las consecuencias de lo actuado. (O)