Fabián Bosoer / Latinoamérica21

La “trampa de Tucídides” es una expresión popularizada por el politólogo estadounidense Graham T. Allison para describir “los peligros concomitantes cuando una potencia en ascenso rivaliza con una potencia establecida”, incluyendo las condiciones potenciales de un conflicto bélico entre ellas. La narración de la guerra del Peloponeso por el gran historiador de la Antigua Grecia se utiliza, en este caso, para describir el ascenso de China como el de una nueva Atenas del siglo XXI desafiando a la Esparta representada por los Estados Unidos. De los dieciséis casos estudiados por Allison, solo cuatro no terminaron en una guerra. Se trataría, según él, de comprender esos patrones de comportamiento para que la guerra no fuera el destino ineluctable de la competencia entre China y los Estados Unidos en su disputa por el liderazgo global.

Esa imagen de la historia comparada, recogida por la academia y el debate intelectual, fue tomada tal cual por los estrategas y los líderes políticos. El propio Xi Jinping sostuvo en Seattle, durante una gira a los EE. UU., en 2015, que “no hay en el mundo tal cosa como la llamada ‘trampa de Tucídides’ (…)”, aunque continuó advirtiendo que, “si los principales países cometen una y otra vez errores de cálculo estratégico, podrían crear tales trampas por sí mismos”.

La Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, sigue ilustrando desde la Antigüedad sobre el presente de las relaciones internacionales, y recobra especial actualidad cuando una de las superpotencias desafía abiertamente la paz y la seguridad internacional, como lo está haciendo Rusia en Ucrania, alegando motivaciones geopolíticas y etnoterritoriales que llevan consigo ominosas implicancias. Pero Tucídides no solo es útil para explicar la relación entre las grandes potencias, sino también entre estas y el resto de los Estados.

Es célebre, en tal sentido, el “Diálogo de los melios”, un pasaje del Libro V de esa obra, en el que los atenienses ofrecen a los habitantes de la isla de Melos un ultimátum: rendirse y rendir tributo a Atenas o ser destruidos. Los melios resisten y terminan arrasados. La frase que define la relación —”los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”— marcará un apotegma de la llamada “escuela realista” de las relaciones internacionales.

Esta referencia será recogida y utilizada en la Argentina de los años 90 para explicar desde el llamado “realismo periférico” la reorientación de la política exterior y el alineamiento con los EE. UU. durante el gobierno de Carlos Menem. La Argentina abandonó su posición tradicional de no alineamiento y no intervención, acompañó a Washington en la primera guerra del Golfo (1990), fue beneficiada por créditos y financiamientos que abultarían luego su deuda externa y fue incorporada como “aliado extra-OTAN”. También sufrió los dos atentados terroristas más graves provenientes del fundamentalismo islámico en América Latina: la voladura de la embajada de Israel (1992) y de la sede de la mutual israelita, la AMIA (1994). La enseñanza que se recogía era que congraciarse con la potencia hegemónica traería mayores beneficios que seguir padeciendo el aislamiento desde una posición distante, reticente o confrontativa.

Hoy, el “Diálogo de los melios” de Tucídides se utiliza para ejemplificar el drama de Ucrania, enfrentada a la invasión rusa, en un contexto global marcado por las tensiones entre Moscú y Occidente, definidas como una nueva Guerra Fría, con una China que observa expectante dichas tensiones. América Latina, que ha padecido durante el siglo veinte la condición de ser escenario de disputa, solapada o abierta, entre las grandes potencias, sabe lo que esto significa. Se nutrió de la inmigración y la cultura europea y sus sociedades son el resultado del mestizaje producido por las corrientes migratorias provenientes de la prosperidad, pero también expulsadas por las guerras, las persecuciones y las crisis económicas del mundo desarrollado.

Ucrania trata de desgastar a las tropas rusas que siguen con un lento avance en el este. Foto: STR

Pero América Latina, cabe también clarificarlo, no atiende en un solo teléfono: se muestra como una región fragmentada y heterogénea; es más un conglomerado dispar de actores con sus propias posiciones que un actor con posiciones comunes en el escenario internacional.

Y así se ha visto en las posturas ante la invasión a Ucrania. En la votación de la Asamblea de las Naciones Unidas para exigir a Rusia el cese de las hostilidades en Ucrania realizada el 24 de marzo —al cumplirse el primer mes de la invasión—, el resultado adverso a Moscú fue contundente: 140 países votaron afirmativamente sobre 196. Los del G7 lideraron esta posición, que acompañó la totalidad de Europa y 29 de los 34 países de América Latina. Se abstuvieron 38, lo rechazaron 5 solo y se ausentaron de la votación 13.

En la siguiente votación de la Asamblea General, del 4 de abril, que trató y aprobó la separación de Rusia del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, los votos de condena bajaron de 140 a 97, las abstenciones crecieron de 38 a 51 y los votos negativos de 5 a 24. Como apunta Rosendo Fraga, el vuelco fue encabezado por las potencias regionales del mundo en desarrollo: Brasil y México en América Latina, Nigeria y Egipto en África, y Arabia Saudita e Indonesia en Asia. Estos países abandonaron el rechazo a Rusia y pasaron a la abstención, arrastrando votos de sus respectivas áreas de influencia. China, que se había abstenido en las votaciones anteriores, pasó al rechazo de la moción sancionatoria, mientras que India, Sudáfrica y Pakistán siguieron eludiendo la condena a Rusia.

En la Organización Mundial del Turismo (OMT), parte de la constelación de Naciones Unidas, cuya Asamblea General decidió por 40 votos a favor, 11 en contra y 40 abstenciones, sobre 160 miembros, suspender a la Federación Rusa, entre los países latinoamericanos primó la abstención. Solo seis Gobiernos condenaron la agresión rusa (Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Paraguay y Uruguay), mientras Nicaragua votó en contra y Cuba no emitió su voto.

En el ámbito hemisférico, el 21 de abril se votó en la OEA la suspensión de Rusia como país observador permanente del organismo. La resolución contó con 25 votos a favor, 8 abstenciones, un ausente y ningún voto en contra. Es decir, un rechazo mayoritario hacia Moscú, acompañando la postura de Estados Unidos y Canadá. Pero entre las ocho abstenciones se ubicaron las tres economías más grandes de América Latina: Brasil, México y Argentina. A diferencia de lo sucedido en otras regiones del mundo, donde las potencias regionales arrastraron los votos de su entorno, esto no se dio en el caso de esta región, donde prevalece el abstencionismo, como bien lo señala también en su análisis el experto Carlos Malamud.

En la encrucijada actual, cada país latinoamericano se debate nuevamente en un dilema de difícil resolución, acaso una segunda “trampa de Tucídides”: cómo evitar un involucramiento impuesto por los “jugadores mayores”, sabiendo al mismo tiempo que no puede permanecer al margen de un conflicto que tiene múltiples impactos directos e indirectos y consecuencias locales, nacionales y regionales sobre la vida de los pueblos. Nuevamente, la historia —y la guerra— echan luces destellantes y sombras espectrales sobre el presente, colocando a la humanidad al borde del precipicio. Y faltan líderes que sepan cómo afrontarlo y detener la marcha demencial hacia el vacío, sin arrojar más leña al fuego. (O)

*La versión original de esta nota se publicó en el diario Clarín, de Buenos Aires.

Fabián Bosoer es politólogo y periodista. Editor jefe de la sección Opinión de Clarín. Prof. de la Univ. Nac. de Tres de Febrero. Profesor de la Univ. Argentina de la Empresa (UADE) y FLACSO-Argentina. Autor de Detrás de Perón (2013) y Braden o Perón. La historia oculta (2011).