Hay que vivir con los cinco sentidos muy atentos, dice el consejo de nuestros mayores. Sin embargo, cada persona tiene uno de ellos más alerta, despierto o ágil que los otros. Los sentidos vienen provistos de cualidades especiales en algunos casos –el oído absoluto de los músicos– o se entrenan, como el ojo minucioso de los detectives.

Ahora me da por pensar en la carga sonora de la vida, tal vez porque a partir de las 20:00, las decisiones gubernamentales por prevenirnos de la peste nos regalan el silencio. Las calles vacías, o excepcionalmente transitadas, nos permiten apreciar que la ausencia de ruidos alimenta el descanso. Aunque sé de algunos a quienes les produce una sensación de soterrada amenaza. ¿Acaso también sugiere muerte? Leve impresión, porque estamos provistos de las herramientas para llenar de sonidos la existencia. En el pasado, las reuniones sociales integraban conciertos instrumentales no como acompañamiento, sino como parte del trato gentil y del homenaje que se ofrecía a los invitados. Desde que se impuso la tecnología, un solo gesto nos obsequia la cascada de la música.

Y mencionar a la música es poner sobre el tapete de nuestra constitución psíquica una necesidad que parecería difícil de identificar si es natural o adquirida. La voz propia entona muy pronto gorgoritos que derivarán en canto, esa música que brota de la garganta humana y que paso a paso se hizo acompañar de toda clase de instrumentos, cuyas emisiones hasta la pudieron remplazar. La música figura en cada existencia, encadena sensaciones, recuerdos, asociaciones; instalada en la mente “constituye una revelación más alta que ninguna filosofía”, creía Beethoven, quien a su vez fue el creador de unas obras a través de las cuales Einstein veía “la belleza interior del universo”.

Cada persona avanza por el mundo con su propia banda sonora, cada generación defiende sus ritmos y sus canciones estableciendo distancia con sus antecesores a costa de discutir gustos y marcas de tiempo. ¿En qué derrotero se quedó atrás la música clásica, hoy gusto exclusivo de estudiosos y cultores especializados? ¿Cuándo se impusieron las letras de las canciones sobre las melodías? Todo tiene su historia. Tal vez los viajes turísticos llevan a transigir con expresiones nunca consumidas: si se conoce La Scala de Milán hay que escuchar un concierto, si se llega a Buenos Aires, hay que ponerle oído al tango.

Yo reparo en las voces. Atiendo la dimensión oral de la gente en sus formas de manejar semejante don de la naturaleza (recordar que los animales las tienen aunque no sea para articular palabras): hablar nos representa desde en la mera pronunciación, pasando por la entonación y el volumen. No hay que ser actor ni locutor de medios para advertir los efectos que producen las voces en los receptores: interés, atención, grados de advertencia o sospecha de riesgo. En tiempos de la radio, la conexión del público dependía solo de esas voces bien timbradas y matizadas que nutrieron la imaginación y produjeron compañía. En el reino del audiovisual, el estímulo se duplicó y nos hizo espectadores exigentes. La categoría de “belleza” se instaló al punto de dividir la realidad entre lo hermoso y lo feo. Pero la vida siempre rompe los moldes binarios. Por hoy, aplico el oído y sigo escuchando… hasta al silencio. (O)