Me da por pensar en cuánto ha crecido la humanidad en materia de aseo. Una buena película nos pone en ambiente cuando los aguerridos soldados de una legión romana presentan las uñas negras y si se sacan el yelmo, lucen cabellos impregnados de grasa. Si me echo más atrás en la historia, la cosa empeora según los pueblos, algunos de territorios carentes de agua, como el de los hebreos.

De acuerdo que no es lo mismo la vida sedentaria afincada en aldeas o villorrios, casi siempre fundados cerca de un río o de pozos para atender la más importante necesidad, que la peregrinación dentro de las tropas, obligadas por los conquistadores de turno. Pero la conciencia sobre la limpieza puede encontrarse en las clases de poder, a veces ni en ellas. Sabido es que hasta la Edad Media, cuando se inventaron los cubiertos, la gente comía con las manos y se limpiaban en los bordes de la ropa.

Barrer la casa, bañar los cuerpos, disponer de letrinas ha ido a paso lento, como actividades esenciales de la vida en común. El oprobioso sistema de esclavitud primero y después de servidumbre, tuvo en personas de segunda categoría ejecutantes de los humildes menesteres. El sentido de la intimidad para atender las deyecciones humanas también fue un logro de siglos: los romanos se descargaban en retretes comunales, instalados donde llegaban las aguas de fuentes y acueductos.

El desaseo de las monarquías ilustradas es célebre: grandes palacios sin servicios higiénicos, pelucas empolvadas pero piojosas, uso de perfumes para ocultar el mal olor corporal, ropas que se usaban hasta el desgaste total. La incorporación del agua corrida a las casas solo llegaría en el siglo XIX, así como la intuición de que la suciedad contamina y enferma. Las nociones de higiene pública como obligación de los gobiernos también tienen esa edad. La primera página de la novela El perfume, del alemán Patrick Süskind, es inolvidable porque se concentra en recrear la asquerosa imagen de un mercado en París, donde una mujer pare al protagonista, que rueda entre el fango.

De superar ese pasado, brota nuestra actual pulcritud, que empieza en el hogar con el

cepillado de los dientes y el baño diario, y se va sofisticando con una serie de productos dedicados a las miserias del cuerpo. Aquello de que los aromas naturales son atractivos

va quedando para la elementalidad, al contrario, mientras más aureolados por jabones, cremas y fragancias artificiales emerjamos, más aceptación tendremos. Los códigos sociales parten de la higiene personal y sobre ella elaboran mayores exigencias: la juventud prolongada, el vestuario de moda, la exhibición de músculos y contornos.

Paradójicamente, de la limpieza interior poco se habla. Esa requiere de acciones para ser visible, de comportamientos probos, honestos y rectos. Si los negocios tienen doble contabilidad, si los impuestos se evaden, si la confabulación dentro del partido político es la rectora de la conducta, no hay tal sanidad. Hubo tiempos en que los padres decían “la herencia de mis hijos es un apellido limpio”, cosa que ya no importa. Nos revisaban los maletines escolares para ver si habíamos guardado algo ajeno. Hoy el asunto es enquistarse en el poder, que los medios tomen en cuenta un proceder, sea cual sea. Ese perfil lleno de impurezas parece un ideal. (O)