La primavera y yo llegamos casi juntas a Chicago. Cada una por su lado, pero casi a la vez. No sé si a mi nieto de dos años y medio le importó mi presencia, su abuelo llena su pequeño gran mundo de tal forma que no deja ni una hendija por donde asomarme a decirle aquí estoy y también te quiero. ¡Qué va! Ese par son yunta, como decía mi abuela. Las risas, las carreras, los juegos toscos y los jaloneos no tienen competencia. Con paciencia espero en la banca de suplentes a que llegue mi turno. Y por suerte llega la noche y, ese adorable tirano que me ignora, me permite ser la lectora oficial de cuentos; y por suerte llegan los paseos en carro y me permite cantarle. Así, poco a poco, puedo espiarlo a través del huequito que me deja la presencia enorme de ese abuelo maravilloso que le ha tocado.

Él escoge los libros que debo leer, pero cada noche, sin su permiso, le leo Good night Chicago. Parecería estar harto, pero me escucha con atención, sin pestañear, día tras día, hasta que llega la ocasión de ir a la ciudad y él empieza a reconocer los lugares que se recorren en el libro. Grita emocionado, ¡my book, mi libro, my book! Y el libro cobra vida en su pequeña cabeza y de pronto todo tiene sentido, la abuela no está tan loca como creen.

Pero llega la despedida y duele. Las despedidas cuestan y no queda más que vivirlas hasta sus últimas consecuencias. Las palabras lejanía y distancia se vuelven crueles, cortan y punzan. Solo nos queda la esperanza del reencuentro. Entonces el sabor del adiós se vuelve agridulce y la vida nos vuelve a regalar sueños e ilusiones. Volvemos a hacer planes y seguimos viviendo, con la distancia a cuestas, con el Jesús en los labios, con el corazón a medias, pero viviendo.

Llevamos más de un año con el temor a la muerte pisándonos los talones. Aterrados atendemos el teléfono a la espera de alguna mala noticia: que enfermó mengano, que murió zutano. Los círculos se achican, ahora es el vecino, el amigo, el primo, el hermano el que contrajo COVID-19, el que está en terapia intensiva, el que está intubado, el que murió. Entonces la despedida cobra otra dimensión, los hasta luego se vuelven hasta nunca, hasta siempre. Las ilusiones se hacen trizas, y lo más duro, indeseable y temible, saber que la gente muere sola, sin la posibilidad de un abrazo.

Y así seguimos. Sí, así seguimos sin pensar en los otros, sin darle importancia a esta terrible pandemia, planeando irresponsablemente marchas y protestas. Sin ser un poco solidarios, sin dolernos ante los otros ni ante los nuestros.

Camino al aeropuerto le canto Ay, ay, ay, ay, canta y no llores… en un vano intento de engañarlo, de engañarme y creer que si canto no lloraré al despedirnos. Él, en su lengua de trapo y pronunciando la R como angloparlante, canta a dúo conmigo, pero se da cuenta de mis oscuras intenciones, parece que a él también le da pena: No canta yores, ahuela, no canta yores. Se duerme y bajito le canto otra canción: De colores, de colores se visten los campos en la primavera… Sé que él y la primavera seguirán floreciendo.

Llego a Quito y ambas llovemos a cántaros. (O)