Escribo esta columna como un homenaje al pueblo brasileño –que celebra el 7 de septiembre 202 años de su independencia política– tan cercano a nosotros por historia, cultura y espíritu, pero aún no lo suficiente, porque pese a que somos tan hermanos, todavía existen pasos que debemos dar para que nosotros, los ecuatorianos, colaboremos más con el enriquecimiento de esa gran cultura cosmopolita y al hacerlo recibamos más de todo lo que ese pueblo tan rico y especial tiene para nosotros y que ya contribuye, por valioso, con otras sociedades del mundo como las europeas, asiáticas, africanas o latinoamericanas, que reconocen la especificidad única de su cultura.

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No voy a detenerme en el análisis del inmenso acervo de ese país que en extensión territorial es aproximadamente el 50 % de la superficie de América del Sur y en cuanto al número de habitantes, igualmente, es casi el 50 % de Sudamérica. Brasil tiene límites territoriales con todos los países del continente, con excepción de Chile y Ecuador.

Tampoco voy a analizar, ni siquiera someramente, el gran legado literario de autores como José Martiniano de Alencar, Machado de Assis, João Guimarães Rosa o Jorge Amado, quienes desde su excelsa y comprometida pluma describieron paisajes, escenas y personajes de su tierra.

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No voy a hablar de sus eminentes juristas como Teixeira de Freitas, Beviláqua, Pontes de Miranda o Reale que contribuyeron históricamente con la estructura y espíritu de su sistema jurídico nacional. No diré nada de mis distinguidos amigos juristas brasileños, profesores de las universidades federales de Santa Catarina, Minas Gerais, Paraná y Brasilia, con quienes mantengo una fuerte relación profesional centrada en la producción de pensamiento ético y jurídico.

No me referiré a su potente desarrollo científico, industrial o en el área de servicios. Ni a la gran calidad de sus universidades consideradas entre las mejores de la región, como la de São Paulo, Campinas, Pernambuco, Paraná y tantas más. Ficarei quieto.

Liderazgo fallido

Sí voy a escribir, en las líneas que me quedan sobre su música, no de la clásica cuyos principales representantes forman parte de la pléyade de compositores universales como Carlos Gomes o Heitor Villa-Lobos, sino de la música popular. Lo hago, porque desde mi infancia escuché las melodías profundas de Baden Powell, la guitarra de Toquinho o las canciones de Vinicius de Moraes. Mencionaré de manera dispersa y difusa –emulando la aproximación de los pintores impresionistas a los paisajes– algunos nombres conocidos por muchos de nosotros como Antonio Carlos Jobim, João Gilberto, Gilberto Gil, Chico Buarque o Caetano Veloso. También diré que deberíamos conocer a otros músicos brasileños de todos los géneros populares, como Os Paralamas do Sucesso o Legião Urbana, que son grupos de rock, a Alceu Valença, intérprete que armoniza música tradicional nordestina con efectos electrónicos o a sus magníficas cantantes Elis Regina, Gal Costa, Clara Nunes, Maria Bethânia o Marisa Monte, ¡entre tantos y tantos!

El momento de Brasil

La musicalidad brasileña es solo una muestra más de su espiritualidad cosmopolita y sincrética.

Saravá Brasil! (O)