La noticia sobre la desarticulación de una banda denominada El cartel de las feas, en el sur de Guayaquil, que ha sido presentada por la Policía como un “brazo armado” de la organización criminal Los Lagartos, debe prender las alarmas de las autoridades y de la sociedad.

Es cierto que siempre ha habido mujeres que delinquen, aunque su porcentaje de reclusión es escaso en comparación con el de los hombres. Pero desde el punto de vista de estrategia delictiva, encontrarlas asociadas a una banda sanguinaria, que opera dentro y fuera de la cárcel, se transforma en un problema de dimensiones mayores, por el nivel de agresividad, peligrosidad, delito y reincidencia que la caracterizan, y que se podría estar normalizando en los barrios donde ocurren estas dinámicas.

Se sabe que la delincuencia organizada utiliza menores de edad para sus fechorías, pues estos al ser atrapados se benefician de sanciones alternativas al internamiento. Al involucrar al género femenino en su operatividad, se fuerza a la Policía a invertir más recursos en sus intervenciones, previendo la coordinación con unidades especializadas para los allanamientos y las capturas en las que probablemente además de mujeres podría haber niños y adolescentes.

Va a ser necesario que las políticas de seguridad se revisen también con una mirada sociológica. Se debe analizar el entorno y las modificaciones de este que llevan a un involucramiento más activo de la mujer en la delincuencia, ya no solamente como beneficiaria de los dineros producto del crimen, sino también como ejecutante de hechos y acciones delincuenciales.

En el caso comentado, que era investigado desde hace un mes según la versión policial, las mujeres se dedican al alquiler de armas para delinquir.

La participación de la mujer en la delincuencia organizada, ya sea como parte del narcotráfico, de asaltos o de sicariatos, es una muy mala noticia para nuestra sociedad. Es un tema que debe ser tratado con cuidado y sin dilaciones, pues al ser ella el núcleo del hogar, la descomposición del tejido familiar estará garantizada.

También cabe prestar atención a esa participación velada de mujeres que operan como testaferros o que al momento de ser capturadas declaran desconocer las actuaciones de sus parejas, cuando su asociación funciona como nexo o para facilitar accesos, dando un cariz de legitimidad entre lo ilegal y lo legal. Ante estas situaciones, la administración de justicia suele ser muchas veces indulgente o pasiva.

Habrá que empezar a trazar en Ecuador el perfil criminológico de la delincuencia femenina y su pertinente tratamiento para intentar contener el fenómeno, pues las circunstancias que favorecen su participación en la criminalidad parecen haber mutado. Tiempo atrás, se conocía del ingreso de chicas en pandillas, de las que luego salían. Después, las mujeres ingresaron a las filas del microtráfico y ahora se habla de un “brazo armado”.

Este tema se presenta complejo, pero debe ser tratado con presteza y efectividad, pues la cultura de la criminalidad sigue ganando terreno en la sociedad y necesita ser encarado desde todas las instancias posibles. (O)