Existe un hechizo que disuelve la ansiedad, un antídoto contra el agobio de la rutina, una nave espacial para escapar de los problemas y, observándolos desde lejos, hallar soluciones asombrosas. Existe una forma de rebelarse contra el sistema y exigir el derecho a estar, a ser en el mundo sin la permanente exigencia de hacer. Simplemente ser, en silencio, observar sin juzgar, sentir el flujo de la vida envolviéndonos, dejar pasar el tiempo sin intentar detenerlo. Estar, ser sin necesitar, sin producir ni consumir. Olvida la billetera y el celular. Libérate de las ruedas y redes. Abre la puerta, sal y empieza a caminar. Anda como si fueras libre, como si nadie te esperara en ningún lugar, como si no tuvieras la obligación de llegar ni regresar.

Hay tantas formas de caminar. Mi favorita: sin rumbo. Vagar por un bosque, divagar, errar por una ciudad desconocida sin mapa, a bordo de la intuición. Caminar sin hablar dejando que los sonidos del mundo nos habiten, que los árboles, letreros y rostros a nuestro paso nos hablen. Entregarse al placer, al privilegio de sentir el poder de nuestras piernas. En palabras del inglés G. M. Trevelyan: tengo dos doctores, mi pierna izquierda y derecha.

Hace algunos años nos fascinó la historia de esa mujer que un día decidió apostar su redención a una sola acción: caminar. Wild nos recordó los cientos de miles de años en que ser humano significaba estar en movimiento. Caminar para sobrevivir. Caminando digerimos los conflictos, disolvemos tensiones, ganamos perspectiva, nos reconectamos con el universo del que somos solo una parte mínima.

Mi hija heredó mi amor por los paseos. A la vuelta del cole repite lo que yo decía algunas tardes a mis abuelos: salgo a caminar. Así andaba yo por la ciudad andina y hoy lejana, siempre subiendo y bajando a la sombra del volcán, acosada por miradas y comentarios agresivos de decenas de hombres (cuánto odiaba a esos completos desconocidos por violar la sagrada intimidad de mis caminatas). Pero me aferraba a la experiencia sublime de mis pies sobre el pavimento llevándome a donde yo quisiera. Y si hay un regalo que le he podido hacer a mi hija es este: caminar por los parques y calles de Leipzig sin sufrir bajo miradas y palabras que vulneran su dignidad y libertad. Todas las niñas y mujeres deberían poder andar así, seguras y felices. También esos niños y hombres víctimas de la violencia que asola al mundo, amenazados constantemente por el peligro de que les arrebaten la bolsa y hasta la vida.

Debería ser un derecho humano inalienable: tiempo y espacios seguros para caminar. Con la arena acariciando nuestros pies al ritmo de las olas. O agradecidos, al final de un largo trayecto (como el escritor alemán Seume al fin de su caminata de Alemania a Sicilia) con nuestro zapatero por esos zapatos invencibles que nos acompañaron fieles durante la experiencia transformadora del peregrino. Como dice Goethe: el lenguaje sublime de la naturaleza, los sonidos de la humanidad necesitada, los conoce solamente el caminante. Dicho con menos pompa y filosofía: Si estás de mal humor, sal a caminar. Si continúas malhumorado, camina otra vez

(Hipócrates). (O)