Algo de nosotros se va quedando en la memoria. El tiempo transcurre imparable mientras los fragmentos de lo que hemos sido se fosilizan en el ámbar de los recuerdos. Seremos siempre, paralelamente, niña tímida, adolescente enamorada, mujer cansada; madre, hija, abuela. ¿Es que existe alguien en este mundo que se sienta de la edad que realmente tiene? ¿Alguien que al mirarse al espejo no se sorprenda ante la disonancia entre sus arrugas y la imagen interior de sí mismo? No es vanidad ni pretender ser más jóvenes de lo que somos. Es que todas esas capas que nos constituyen y se acumulan a lo largo de la vida no son solo cronológicas sino emocionales. Estamos hechos de memoria y sueños, sentimientos y experiencias que no se someten al severo ritmo del tiempo.

Somos esas cuarentonas, cincuentonas, sexagenarias que ríen con sus amigas de la infancia como si fueran niñas. Mujeres maduras en cuyos ojos los rostros conocidos se superponen con el de esas chicas que fuimos: jugando fútbol, saltando cuerda, bailando Luis Miguel, Elvis, Beatles, boleros, reguetón vistiendo uniformes de colegialas o jeans.

Cuando era niña asumía que los “viejos” (esta categoría abarcaba a todos los mayores de treinta) se sentían viejos y pensaban de acuerdo a su edad. Vivían en otro mundo, muy lejano, al que alguna vez yo también llegaría. A los diez años era radicalmente distinta a como era a los cinco. Y a los quince no reconocía a la niña que hasta hace poco había sido. Suponía, pues, que así continuaría mi mente adaptándose a los tiempos de mi cuerpo y que al llegar a los cuarenta aterrizaría física y emocionalmente en el planeta de los cuarentones, y así sucesivamente. Pero algo se estancó en el camino, porque a punto de llegar a los cuarenta todavía me siento de veinte. Me asombra e insulta, contra toda lógica, que me llamen señora. ¿Perdí la nave que me transportaría a mi nueva edad?

La gente quedó congelada en la edad en que nos conocimos. Así, mis amigas del cole tendrán por siempre entre seis y quince años. Mis hermanas serán siempre chicas y mis hermanos, niños. Y yo, pues yo soy una chica de treinta y nueve convencida de que la edad de las personas es una fórmula mágica entre su edad cronológica y la edad en que flotan en mi memoria. Últimamente me sorprendo examinando fotos en redes de mis amigas del cole, asombrándome de que esas chicas de cuarenta ostenten u oculten arrugas y canas. Pero a pesar de esa disociación entre mi edad mental y física, me niego a intervenir en el paso del tiempo sobre mi cuerpo. Resisto la tentación de hacerme pinchar, cortar y recolocar. Las partes de mi cuerpo están donde tienen que estar, donde el tiempo las ha ido colocando. No daré sermones a quienes se someten al bisturí o a tratamientos cosméticos invasivos, pero diré lo obvio: han escogido mal a su enemigo. Si hay algo invencible es el tiempo que tarde o temprano nos alcanza a todos, a quienes permitimos que nos vaya pintando sus huellas, pero también a quienes se empeñan en la ilusión de poder ocultarlas. A fin de cuentas, hay algo hermoso, misterioso, fundamentalmente humano en la rebeldía del espíritu contra la temporalidad del cuerpo. (O)