Siempre que me preguntan por mis orígenes, asiento con orgullo que nací y crecí en Cuenca. Ciudad de los ríos, los adoquines, los techos de teja, las iglesias y su peculiar forma de hablar: mis mejores recuerdos. Donde caben todos: quienes nacen y se quedan, quienes llegan de visita para escapar de la rapidez del mundo, quienes migraron, quienes llegaron e hicieron de Cuenca su hogar, aquellos que añoran regresar y quienes todavía no tienen el gusto de conocerla.

Mi mamá creció rodeada de historias y tradiciones y siempre me cuenta lo que era la Cuenca de antes, con su familia materna grande y siendo la última nieta con tantos primos. Las historias en la casa de su abuela son infinitas, así como infinitas las risas y las travesuras. Historias que se repiten con distintos matices en los hogares cuencanos, historias que siempre imaginamos a través de lo que nos cuentan nuestros padres y abuelos, quienes tienen todavía la suerte de tenerlos para disfrutar de una tarde con el café pasado, la nata y el pan de horno de leña.

Casas llenas de rincones para jugar a las escondidas. Un ir y venir interminable de familiares, conocidos, vecinos, comadres, compadres y cada personaje extraño; protagonista de su historia. El entretenimiento era un lujo con un poco de imaginación. Siempre había algo interesante para divertirse, era tanta gente entre los “guaguas” grandes y los chicos que, a la final, todos andaban buscando oficio y divirtiéndose.

La cocina, inmensa con techos altos. Movimiento sinfín para dar de comer a un ejército y un extra, quién sabe, muchos atinaban la hora del almuerzo o el café, nunca se negaba un plato de comida. Alimentos que iban y venían en talegos y canastos llenos de un poco de todo. La desgranada de choclos, tarea de horas, dejando al lado las tusas, en otro montón las hojas, las que se usaban para los chumales (humitas) y el pelo de choclo, para el agua de frescos.

La alacena con candado para que los golosos no se acabaran todo de sopetón. Dulces hechos en casa que eran una delicia: durazno, membrillo, pera. Compotas, conservas y dulce de leche. La leche de tigre que se preparaba en la víspera del santo de la dueña de la casa, “mamita”, quien con paciencia preparaba ese manjar: leche cocida con huevos y un toque de trago de caña, mistela perfecta. Nada como los sabores de la infancia: puro amor.

Casas con patio, traspatio y huerta, llena de pajaritos y árboles frutales, los más grandes, dulces y jugosos. Malva, manzanilla, cedrón, hierba luisa y ortiga. Era también un minizoológico: gallinas, patos, perros, gatos y Cholo, el chancho, que andaba taconeando por la casa todo el día. Hasta que le “ojearon” por lo lindo que era y murió de un día al otro. Qué añoranza.

Cuenca, fundada en 1577 el 12 de abril, hoy se extiende con miles de raíces y cobija tantas historias y recuerdos. Esta Cuenca se sigue construyendo en manos de quienes somos su presente y su futuro, la ciudad que sabe siempre a hogar, punto de partida y llegada. Ciudad que es vida, dicha y calma pese a que los tiempos cambian y que muy pocas cosas son como antes. Que viva Cuenca y que viva su esencia siempre en nosotros. (O)