Sonó el timbre de mi puerta, atendió mi hermana y la vi regresar con varios paquetes. Me los ofreció mientras pronunciaba un nombre, un nombre de esos que una tiene arraigados en la memoria, que evocan momentos gratos, conversaciones importantes, pero que no está en el trato frecuente. Los obsequios desplegaron la fineza de una psiquis que tiene guardados datos, recuerdos y precisiones, a tal punto, que fueron todos acertados. No había una fecha que celebrar ni ningún día significativo. Eran lenguaje de esa realidad inefable que llamamos amistad.

Se ha escrito mucho sobre este vínculo precioso que hoy me lleva a mí a barbotear estas palabras. La gente se siente rica en la medida que más amigos tiene, aunque para darle tal identidad a las personas conocidas haya que tejer bastante. Tal vez el deslizarse por espacios públicos saludando a diestra y siniestra, acaricie muchos egos dentro de la malhadada ola de popularidad. Ser “conocido” es el ideal del carrusel de la exposición en que se vive a costa de redes sociales o de ser “famoso”. Hace unas cuántas décadas se anhelaba salir en las páginas de “vida social” de los periódicos y revistas y ser tomados en cuenta por alguna chismógrafa (era tarea femenina), que mostraba a los viajeros al pie del avión y a los asistentes a las fiestas. Qué bueno era aparecer entre los “grupos de amigos”.

Milagros, el milagro

Neisi y más Neisi

Pero la amistad es otra cosa: viene del encuentro de espíritus que han tejido confianza, entendimiento y cariño sobre una plataforma de afinidades y azares. Hay giros de la fortuna al coincidir en barrios, escuelas, oficinas, templos, con las personas con las que aprenderemos a intercambiar lo más sincero de nuestras personalidades. Y a reprimir lo desagradable, porque el afecto no quiere molestar, ni herir y espera para mostrar opinión contraria. No guarda silencio ni disimula, sino que estudia el momento oportuno para tratar aquello que merezca cuidado y respeto. La amistad se hace presente, más que nada, en los malos momentos: yo no sé si todos los enfermos quieren ser visitados (yo no querría) o si los funerales tumultuosos son lo que esperan los deudos de un fallecido. Entendería las cuotas invisibles en la cuenta bancaria de quien pasa por angustias económicas; los cafés de a dos con quien necesita exorcizar el demonio de algún dolor; los traslados a los de a pie; las palabras –hoy tan discretas– en el WhatsApp–.

La amistad lanza un puente hacia el pasado porque ha exigido tiempo, pie firme y proximidad en algún momento de la vida, como para seguirse sosteniendo sin contacto. La mejor amiga de mi adolescencia se marchó a su país cuando teníamos 19 años y solo nos hemos vuelto a ver una segunda vez, pero ambas sabemos cuán próximas nos sentimos. Defiendo el arte de mantener vínculos afectuosos con los que piensan diferente y han optado por otros caminos (Alfredo el sacerdote, sabe que yo siempre seré su amiga); creo que las rupturas amorosas honran el valor de la noble naturaleza que unió a la pareja, cuando salvan la amistad.

Soy una afortunada. Tengo buenos amigos entre mis exalumnos, mis excolegas, mis compañeros de colegio y universidad, mis discípulas de hoy, mis compinches de labores literarias. Y con lazos irrompibles, con las Mujeres del Ático, mi grupo, que está a punto de cumplir 40 años. (O)