Estimada María de Lourdes: Te escribo con respeto y afecto. Me has recibido en tu casa, tu sobrina J es mi amiga del alma y mi abuelito fue orgulloso padrino de tu marido. Te digo esto no para justificar esta carta (creo que todos tenemos derecho a opinar sobre tus intervenciones públicas, a fin de cuentas eres la primera dama y tus palabras pesan). Te cuento quién soy para explicarte que no soy ajena a los caminos por donde ha transcurrido tu vida. Comprendo de dónde nace tu forma de pensar y sentir. ¿Sabes cuántas veces escuché a las mujeres de mi familia repetir variaciones de tu discurso: “No te hagas la víctima, qué hacía en la calle a esas horas, qué vestía, ella se lo buscó”? Seguramente a ti también te lo han dicho y tú se lo has dicho a otras. Y es esa repetición la que ha normalizado una forma de pensar tan peligrosa: la víctima es víctima porque quiere.

Sin embargo, estoy segura de que te rompe el corazón cada niña violada o mujer golpeada, cada estadística de un país donde ser mujer resulta aterrador. No me cabe duda de que estás del lado de las mujeres aunque las exhortes a no llamarse ni sentirse “víctimas”. ¿Pero por qué no deberían considerarse víctimas las mujeres abusadas o en peligro de serlo? Ser víctima significa que alguien abusó de su poder sobre ti aprovechando tu vulnerabilidad. ¿Por qué habría de avergonzarse una víctima? Vergüenza debería sentir el perpetrador.

Cada vez que leo tus palabras me parece estar escuchando a mi propia tía, abuela o madre; por eso te escribo confiando en tus buenas intenciones e invitándote a analizar sus causas y efectos. Si le dices a tu hija: “No, mujeres, no somos víctimas de nadie: solo de nosotras mismas si nos dejamos. Si nosotras no nos hacemos respetar pues nada va a cambiar” le estarás convenciendo de que si la violan o golpean será por su culpa. Estoy segura de que sabes que esto no es cierto. ¿Es culpa de una niña que la viole su abuelo, o de una mujer que la golpee su pareja o le griten obscenidades por la calle?

Tengo dos hijas, crecen en Alemania donde salimos de noche vestidas a nuestro gusto. La mayor camina sola al colegio. Si viviéramos en Ecuador, no saldría de noche y el miedo me dictaría incitar a mi hija a esconder su cuerpo para evitar miradas lascivas de quienes se creen con derecho al cuerpo femenino. O sea, haría lo que dices, exhortarla a “hacerse respetar”. Le enseñaría a cuidarse, a andar a la defensiva, a restringir horarios, lugares y estilo para evitar convertirse en presa. Es justamente esa la mentalidad de la mujer vulnerable y sin poder: esconderse, empequeñecerse para escapar a los predadores. Es la mentalidad de quien vive en peligro y sabe que sus hijas vivirán así. Creemos las madres que protegemos a nuestras hijas enseñándoles a “cuidarse”. ¿Pero por qué hemos de vivir como presas? ¿Por qué no exigir seguridad? Es responsabilidad del Estado y de cada ciudadano escuchar y comprender a las víctimas, hacer justicia, prevenir, cambiar las estructuras que perpetúan la dinámica del predador impune vs. la presa indefensa o a la defensiva. ¿No es el respeto nuestro derecho natural y no algo que debamos ganarnos? (O)