A diferencia de otros imperios, Rusia parece no haber reconciliado su pasado con el presente. Luego de la Primera Guerra Mundial algunos imperios quedaron en ruinas. El imperio austriaco, que tanta estabilidad había traído al centro de Europa por casi un siglo, fue pulverizado. Alemania perdió parte de su territorio y sus posesiones de ultramar. El imperio otomano colapsó por completo. Décadas más tarde el imperio británico llegaría a su fin, como igual cosa puede decirse del imperio japonés. Las élites de estas sociedades supieron adaptarse a sus nuevas realidades. A ninguna de ellas se les ocurrió revivir sus días de gloria. Rusia no parece haber aprendido estas lecciones. No parece haberse recuperado del trauma que le significó el colapso del imperio soviético, uno de los derrumbes más espectaculares de la historia. Desde que llegó al poder en 1999, Putin no ha ocultado ni su resentimiento por esa humillante derrota ni su afán por convertir a Rusia en una gran potencia al estilo de la Rusia del zar Alejandro que dominó el Congreso de Viena. Después de todo, dicho país tiene una larga tradición imperialista; llegó a anexarse un promedio de 100 mil kilómetros cuadrados por año. Pero los sueños de grandeza necesitan de recursos. Y la economía rusa no da para sostener un imperio. Es más, nunca ha dado para ello. Hoy su economía, a pesar de todos sus avances, es igual a la del estado de Texas e inferior a la de Italia. En realidad, lo único que tiene –y que no es poco– es un importante arsenal nuclear.

Los errores de Putin son de antología. Creyó que el pueblo ucraniano iba a recibir a las tropas invasoras como héroes, pensó que a lo sumo en dos semanas regresarían sus tropas a casa dejando en Ucrania a un gobierno títere, calculó que Occidente no reaccionaría de forma coordinada en su contra, pensó –tal como ya había sucedido con Crimea y Siria– que Washington terminaría acomodándose a los hechos consumados. Nada de eso ha ocurrido. Como todo autócrata, Putin también había optado por vivir en una burbuja. La resistencia militar ucraniana ha sido feroz, el país está unido a pesar de los crímenes de guerra atroces que sufre –desmintiendo la fantasía de que Ucrania fue siempre parte de Rusia–, Occidente ha reaccionado unido y Putin ha terminado provocando algo que jamás se imaginó, que Finlandia y Suecia estén por ingresar a la OTAN. Y es comprensible, ¿dónde estarían hoy los países bálticos, Hungría o Polonia si no hubiesen ingresado a la OTAN luego de la desintegración del imperio soviético? De hecho, la invasión a Ucrania nada tuvo que ver con este pacto militar, sino con el temor de Putin de ver cómo a pocos kilómetros de Moscú, un país como Ucrania se aprestaba a ingresar a la Unión Europea y, por lo tanto, se iba a consolidar como un país con una democracia liberal, respetuosa de las libertades civiles. Semejante escenario constituía, sin duda, un foco de “contaminación” para su modelo autoritario. Y es que la invasión a Ucrania no es sino eso, la expresión militar de un conflicto más grande que se está gestando: la rivalidad entre un modelo autoritario de sociedad y el paradigma de la democracia liberal. Una competencia que surge luego de que el conflicto entre capitalismo y socialismo terminó con la victoria del primero. (O)