El presidente de la República escogió durar en el cargo, y durar no es sinónimo de gobernar. Después de la más reciente derrota ante la Asamblea, prefirió la opción que lo convierte en rehén de fuerzas políticas más poderosas que la suya, en lugar de decantarse por la que le abría posibilidades para su fortalecimiento. Escogió transformarse en el socio menor y descartable de una alianza inconfesable e inestable con el correísmo y el socialcristianismo, dos partidos que no dudan en estrujar a sus socios para imponer sus condiciones. Descartó la opción de disolver la Asamblea por medio de la ‘muerte cruzada’, con lo que habría conseguido varios meses para aplicar su programa por medio de decretos, toma de medidas y aplicación de políticas. Podía echar a andar la economía del país. Esta era la opción de gobernar, no solo de durar.

El presidente justificó su decisión diciendo que de ahí en adelante gobernaría sin la Asamblea. Seguramente quiso decir que no enviaría proyectos de leyes que, como ocurrió en la última ocasión, pudieran ser rechazados sin analizarlos. Pero, obviamente olvidó que ese organismo tiene otras funciones aparte de la tramitación de leyes. Sobre todo, no consideró que allí es en donde se ejerce la política en su más clara expresión. Como ejemplos de lo que se hace en ese espacio que él pretende dejar fuera de su preocupación, cabe recordar que allí se hacen y se deshacen los juicios políticos, se tramitan amnistías y se arman o desarman mayorías que pueden poner en jaque a los gobiernos. En términos más concretos, en esa cancha se juega en estos días el futuro de las entidades de control por medio del juicio político a los integrantes del Consejo de Participación. Mientras tanto, el presidente mirará hacia otro lado. La suya es una confesión del abandono del quehacer político, que resulta insólita para alguien que recibió un mandato precisamente para encargarse de eso.

La (in)decisión presidencial abre la puerta a una situación suficientemente conocida en la historia reciente del país. A lo largo de las dos últimas décadas del siglo pasado se sucedieron gobiernos débiles, acosados por congresos que, si bien estaban fragmentados, tenían enorme capacidad de bloqueo. La mayor parte de los presidentes –con escasas excepciones– debieron bajar las manos y se vieron obligados a escoger la opción de durar en lugar de gobernar. El resultado palpable está en un simple indicador, el del producto interno bruto per cápita, que se mantuvo inalterable desde el principio al fin de esos veinte años. Ningún gobierno (y aquí no hay excepciones) pudo aplicar su programa económico y mucho menos introducir las reformas necesarias para cambiar o adecuar el vetusto e inviable modelo de desarrollo primario-exportador.

En síntesis, el país chapoteó en el lodo durante todo ese tiempo. Por ello, a diferencia del conjunto de América Latina que tuvo una década pérdida, Ecuador tuvo dos. Ahora sentimos un déjà vu, esa sensación de recuerdo nebuloso de algo que no sabemos si lo vivimos o lo imaginamos. En este caso, lo ideal sería que fuera esto último, que solamente se tratara de una jugada de la imaginación. Pero la decisión presidencial de durar y no gobernar demuestra que es la realidad que se repite. (O)