Después de la celebración de Navidad, y antes de despedir este año y recibir el que comienza, qué pasa en nuestras vidas… Qué comentarios, qué hechos nos marcaron y nos marcan, qué recuerdos, qué presencias nos habitan, qué alegrías, qué tristezas, qué esperanzas y qué soledades han encontrado un espacio donde cobijarse en el núcleo que nos va construyendo como personas.

Siempre me interpela el cansancio de muchas mujeres que llegan extenuadas a la mesa de Nochebuena, y algunas reflexiones compartidas son luces, estrellas que iluminan el camino. Una mujer joven me dice: “Todos los pequeños acontecimientos tienen significado. Yo me encuentro con Dios en mi vida cotidiana, en el día a día, vivido intensamente. Aprendí que Jesús no responde a nadie que quiere hablar con él: ‘Espera, no tengo tiempo, te llamaré más tarde…’. Jesús actúa en el presente, no más tarde ni después, no hace planes… No hay que dejar los momentos de encuentros, aunque estemos agotadas...”. Y otras me cuentan que, en medio del vértigo de la rapidez, la eficacia, la monotonía de muchas tareas, el pasar tanto tiempo en la cocina, para que en pocas horas todo se acabe, les hace comprender la importancia de las preparaciones, como las flores y los frutos, que se preparan con esmero y luego se marchitan o los comemos sin tener noción del tiempo que supuso que tengan el sabor que apreciamos.

Navidad es ese encuentro con lo esencial en lo que parece no tener importancia, en la espesura de lo cotidiano, en lo efímero, en lo incompresible de muchos acontecimientos que nos golpean, nos sacuden. Nos cuestionan.

En esta ruidosa pausa colectiva, donde los dolores son más profundos, las injusticias más incompresibles, los encuentros más deseados y las ausencias más sentidas, descubrimos la necesidad de encontrar sentido a lo que vivimos, de amistades a las que abrazarnos y de perdones en los que cobijarnos.

Marcamos hitos en el tiempo para señalar nuestra ruta: días, meses, años. Vivirlos plenamente, como si fuera el primero y el último, con los ojos deslumbrados de los niños que descubren lo desconocido, y de los ancianos que ya conocen. El deslumbramiento y la novedad de la vida, su milagro, su fortaleza y su vulnerabilidad, su poder y su debilidad.

Nuestra insignificancia y nuestra grandeza, nuestra soledad y nuestra conexión con todo y con todos.

A las puertas del ritual del nuevo año quizás sería bueno proponernos hacer que las cosas buenas sucedan. Ayudarnos haciéndolo en equipo, en grupo, en conjunto. Nadie cambia solo. Darnos la mano.

Y con Mario Benedetti, en su poema No te rindas, murmurar, murmurándonos:

“No te rindas, aún estás a tiempo,/ de alcanzar y comenzar de nuevo,/ aceptar tus sombras, enterrar tus miedos/ liberar el lastre, retomar el vuelo.

“No te rindas que la vida es eso,/ continuar el viaje, perseguir tus sueños,/ destrabar el tiempo,/ correr los escombros y destapar el cielo.

“No te rindas, por favor no cedas,/ aunque el frío queme, aunque el miedo muerda,/ aunque el sol se esconda/ y se calle el viento (…).

“Vivir la vida y aceptar el reto,/ recuperar la risa, ensayar el canto,/ bajar la guardia y extender las manos,/ desplegar las alas e intentar de nuevo,/ celebrar la vida y retomar los cielos.” (O)