Hay épocas en que algún objeto me seduce y pienso en él día y noche. Lo observo y acaricio, analizo sus propiedades, su papel en mi vida y la de otros, hoy y antes, y me pregunto si se acaba ya su tiempo o si perseverará como lo han hecho objetos perfectos: el libro, el cepillo, la rueda. Es un simple trozo de metal con canales y dientes pero los seres humanos no podemos vivir sin ella. ¿Dónde están mis llaves? es la pregunta más importante del mundo. Y es que andar por la vida con llaves en el bolsillo es tener seguridad, intimidad, refugio (casa), acceso a medios de supervivencia (carro, oficina).

En Leipzig hay un hombre que vive en una carpa bajo un puente en el parque. Lo veo a diario en mi trayecto en bici al trabajo, donde el bedel me entrega un enorme anillo con las llaves de las aulas (me siento como esas antiguas amas de llave que se ataban al cinto el poder de acceso a los cuartos, baúles y despensas de la mansión). En mi mochila llevo las llaves de casa, donde me abrigaré en los abrazos de mis hijas en cuanto termine las clases y cierre las puertas con tres vueltas de llave. Se avecina el invierno y el hombre que vive bajo el puente sigue allí, sin llaves, y como él hay miles en Berlín, Hamburgo, Quito, Guayaquil, millones en el mundo. Tampoco los presos tienen llaves, o peor, viven encerrados pero son otros (no siempre los guardias) quienes las controlan.

No hay cifras oficiales, pero mendicidad y personas en situación de calle van en aumento en diversos sectores de Guayaquil

Mientras tanto, los hombres importantes no solo tienen las llaves de sus propias casas y carros sino que hasta les honramos entregándoles las llaves de la ciudad: tradición antigua de cuando estas eran fortificadas, símbolos de poder y hospitalidad. Quien tiene las llaves de la ciudad está invitado a sentirse allí como Juan en su casa, a hacer y deshacer a su gusto, así como los narcos en tantas ciudades latinoamericanas (¿quién diablos les dio las llaves y ahora cómo se las quitamos?).

Yo tenía una de esas llaves caprichosas pero me mudé y la pobre fue a parar en esa caja donde terminan las cosas huérfanas. Cuántos de nosotros todavía guardamos montones de llaves inútiles.

He pensado tanto en las llaves que podría entretenerles (o aburrirles) largamente con anécdotas y reflexiones. Pero tal como las llaves, los escritos para la prensa deben ceñirse estrictamente a su espacio, de lo contrario no caben. Y nada hay más frustrante que una llave que no cabe fluidamente en la cerradura y que parecería disfrutar de hacernos perder el tiempo y la paciencia buscando el ángulo preciso en que funciona. Yo tenía una de esas llaves caprichosas pero me mudé y la pobre fue a parar en esa caja donde terminan las cosas huérfanas. Cuántos de nosotros todavía guardamos montones de llaves inútiles. De algunas recordamos aún su historia, su razón de ser, la puerta para quien fueron creadas pero a donde no regresarán más. Qué tristeza da tirar a la basura llaves viejas. Cuenta la leyenda que los judíos sefardíes expulsados de España conservaron por generaciones las llaves de sus casas en Toledo (memoria y esperanza de volver). Esa llave no la tenía ya mi abuela. Lo que sí tenía (o decía tener) era la llave de una cripta, esa última morada. Bastaba mencionar a sus difuntos padres para que ella repitiera, insistente como era: por ahí tengo la llave de la cripta, mijita, llévala a la Capilla de Villacís, abre la puerta y baja a visitar a tus ancestros… (O)