Fiestas de Guayaquil, diferentes. Con el balneario de Playas cerrado, sin clases, sin negocios, con miedo, con angustia económica, con calles desiertas. Los GDO marcan la agenda, la manera de celebrar fiestas, la vida de los habitantes de Guayaquil y varias ciudades de los alrededores. Están en todas partes, aunque no los veamos, en conversaciones, en la manera de vestirse (no hay que llamar la atención), en la elección de lugares para reunirse, hacer deporte, comprar, el lugar en que se vive. Son omnipresentes.

Y, sin embargo, hay otra fuerza. Más silenciosa, menos visible, pero real. La de quienes resisten sin balas. Con dignidad, con memoria, con vida.

Por eso recupero una historia real. Es de Maricela, madre, habitante de Flor de Bastión. Una de las Gabriela Mistral populares. Un testimonio de esos que no buscan fama, pero fundan esperanza.

Guayaquil y su historia (II)

Todos los días cruzaba con su hijo un basural. “Un punto muerto, cargado de moscas y silencio, donde no solo se dejaba basura: dejaban cuerpos, cabezas, sacos con extremidades”. Cementerio sin nombre, sin oración, sin tumba. Era más que olvido. Era terror.

Un día decidió limpiar. “No por valentía, sino por dignidad.” El miedo le habló: “No lo hagas. Es peligroso. Ahí se esconden los que matan”. Pero ella contestó con algo antiguo y poderoso: “No necesito que vengan. Solo recen. Mediten. Oren desde donde estén. Su luz también limpia”.

Y con sacos y esperanza salió al encuentro de los que tiraban basura. Les ofreció un saco. Algunos ayudaron, otros no. Pero algo invisible comenzó a fluir: “Era pueblo, aunque no se supiera”.

Un grave problema de la democracia

Ese día llegaron queso, pan, jugos y manos. La comunidad apareció sin anuncio ni autoridad. Se levantaron 15 toneladas de miedo, abandono, historia negada. Y luego, como en un ritual, llegaron los niños. Y sembraron. “Sembramos plantas como quien siembra vida sobre huesos callados”.

Le dijeron: “Van a robarse las plantas. Es por gusto. Siempre habrá basura”. Pero ella, sin alzar la voz, respondió algo que este país necesita recordar: “Las plantas no son decoración. Son memoria. Para quienes murieron, para quienes vivimos el terror. Para no olvidar que somos humanos, aunque el horror quiera arrancarnos el alma”.

Hoy, donde se apilaba la muerte hay flores. Donde olía a descomposición hay mariposas. La calle respira. “El basural florece. Y la muerte, por fin, retrocede ante la vida”.

La libertad sin errores

Este testimonio, sin cámaras ni promesas, revela lo esencial. La violencia no es solo el disparo. Es también la esquina que nadie mira. Es ese niño que crece sabiendo que su vida vale lo que un desecho.

Pero también nos habla de otra fuerza. La que no sale en los titulares: la dignidad. La memoria. La capacidad de reconstruirse sin permiso. Un queso, una planta, una oración. Y la vida brota.

Guayaquil sangra, sí. Pero también resiste. No con discursos. Con actos. Con una mujer que barre el miedo. Con vecinos que se dan la mano. Con niños que siembran.

Una deuda con niños y jóvenes

Porque mientras haya una mujer con un saco, un niño con una planta y alguien que ora desde lejos, la muerte retrocede. Porque –como dijo Maricela– “las plantas no son decoración. Son memoria.”

Y mientras haya memoria, hay raíz, hay esperanza, hay pilares sobre los que edificar. (O)