Lo usual en el último o primer artículo de un año es tratar temas relacionados a un período que acaba, y otro que comienza.

Sin embargo, dos gigantes dejaron la tierra con prácticamente horas de diferencia, Pelé, el más grande futbolista de todos los tiempos, y Benedicto XVI, el teólogo doctrinal más influyente de los últimos tiempos, quienes partieron hacia la eternidad en este fin de año.

El legado de estos dos personajes es infinito, dentro de lo diversas que fueron sus contribuciones a la humanidad. El primero, en un deporte de masas que no puede ser comparado con ningún otro deporte. El segundo, en el elevado campo de la intelectualidad y la teología, cuyo entendimiento profundo está reservado más bien a pocos, pero cuya influencia decanta hacia toda la humanidad.

Pero ambos con un denominador común: Sencillez y humildad, y pasión por lo que hicieron y creyeron. Sin alardes ni pretensiones, sin poses estridentes, sin soberbia ni arrogancia frente a los demás.

Siempre habrá la polémica sobre el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. A Pelé es suficiente medirlo viendo su madurez excepcional a los 17 años, cuando no fue un integrante más del equipo campeón del mundo, sino una estrella radiante, un jugador vital, que en la final contra Suecia marcó dos goles, uno de ellos de una factura de crack, y otro con una inteligentísima jugada de cabeza. Sus más de 1.200 goles, el haber sido declarado atleta del siglo, y lo que hizo por cambiar el fútbol hacia un arte especial lo hacen único e irrepetible.

Edson Arantes do Nascimento "Pelé" cuando vestía la camiseta del equipo Santos, en 1959. Foto: EFE

A Benedicto XVI hay que verlo en su dimensión de un hombre profético, que advirtió con claridad el gran riesgo del relativismo moral que aleja a Occidente de sus valores más preciados, y que pone en riesgo su mismísima supervivencia.

Benedicto XVI fue un hombre de gran humildad, más bien tímido. Fue un hombre que llevó la durísima carga del Papado en tiempos particularmente duros para la Iglesia, que enfrentó el escándalo de los abusos sexuales, que sancionó y separó del estado clerical a los ofensores, que pidió perdón donde hubo las faltas y que mantuvo una claridad meridiana en todos los temas relacionados a su misión.

Su obra académica, intelectual y teológica no tiene comparación con ningún papa de los últimos siglos, ni siquiera con León XIII. Su obra, que he tenido la fortuna de leer, es fácilmente digerible, a pesar de su profundidad, pues es un teólogo hablando de teología. Cuando se analiza con detalle la obra de Juan Pablo Segundo, no se puede desconocer participación del entonces cardenal Ratzinger, quien era posiblemente el más cercano colaborador y amigo del gran San Juan Pablo Segundo.

Su humildad y practicidad lo hizo renunciar al cargo, cosa que no había sucedido en más de 600 años. Dijo cuando se le preguntó sobre la muerte: “Yo no me preparo para aun final sino para un encuentro. Un encuentro que es el momento de sumergirse en el océano del amor infinito”. Ahí está su claridad teológica, su gran fe, su sentido de la esperanza y su entendimiento de la caridad y el amor. (O)