El martes 21 de septiembre se celebró el Día mundial de la paz. Más allá de las banderas y los discursos, poco hay que celebrar.

Salimos de un acontecimiento traumático para la humanidad, no todavía superado, que nos puso de rodillas frente a un virus desconocido, que no vemos, pero nos aniquila.

Manifestó lo mejor y lo peor de nosotros. Los esfuerzos de científicos por encontrar una vacuna, y fabricarla en tiempo récord, la solidaridad, el sacrifico de millones de personas para ayudar a otros millones. Pero también nos mostró lo peor, las diferencias abismales entre los países ricos y los países pobres para acceder a esas vacunas. Como en un teatro vimos a los gobernantes decidir las medidas sanitarias que se debían implantar o no en sus países y como consecuencia la posible expansión de la enfermedad con enormes costos humanos. El difícil equilibrio entre la economía y la salud. Y fuimos y somos testigos de la ambición desmedida por el dinero de personas, empresas, gobernantes que buscaron enriquecerse a costa del dolor y la muerte de miles de seres humanos. La corrupción, esa llaga lacerante del poder, fue y es más repugnante.

¿Cómo celebrar la paz, en ese contexto? ¿Es posible la paz? Somos pródigos en inventar nuevas maneras de hacernos daño unos a otros.

Lo que me permite mantener la esperanza y encontrar fuerza para recomenzar siempre, pasa por admirar y encontrar las múltiples señales de solidaridad y apoyo en los sectores menos privilegiados, desde la comida que se comparte, hasta las colectas para ayudar a un vecino. Y pasa también por alimentarme con los ejemplos de vida de quienes han sido y son faros de convivencia y buen hacer en nuestra historia humana. Con los años aprendí que está bien trabajar por los cambios sociales, pero estos no son posibles sin los cambios personales. No se puede cambiar a los demás sin cambiar uno mismo. Quizás por eso son tan difíciles los cambios políticos, porque en general esos seres humanos están volcados hacia la competencia, la urgencia, la vorágine de reuniones y medios, los mil desafíos y conflictos del accionar público y poco hacia dentro, hacia el cuidado de las relaciones y el cuestionamiento de su propio accionar.

En las actuales circunstancias del país, donde se plantean diálogos, siempre y cuando se haga lo que los diferentes actores quieren, en las condiciones que ellos buscan imponer y con los plazos que ellos determinan, la frase de Mandela: “Ningún problema es tan profundo que no pueda ser superado si hay voluntad de todas las partes, a través de la discusión y la negociación en lugar de la fuerza y la violencia”, debería estar escrita en los posibles encuentros. Y de trasfondo en el corazón de cada uno, esta perla de alguien que impidió que su país se convierta en el escenario de una cruenta guerra civil, con su firmeza, serenidad y comprensión de sus enemigos: “El resentimiento es como un vaso de veneno que bebe un hombre; luego se sienta y espera a que su enemigo muera”.

El diálogo cuando es verdadero, no nos deja igual que éramos antes de iniciarlo. Nos lleva a entender las razones del otro y nos hace buscar caminos de entendimiento y construcción mutua. Tiene condiciones, se entra en él sin corazas, dispuestos a pasar del nosotros a TODOS. (O)