Mucho se ha dicho en el mundo sobre la necesidad de regular las redes sociales. Por un lado, existe un importante sector de la sociedad, de diferentes orígenes e intereses, quienes, por convicción, conveniencia o experiencia propia, claman por regulaciones que controlen las innegables distorsiones y excesos que ocurren en las redes sociales, las mismas que, a más de generar confusión o desinformación, en muchas ocasiones traspasan el ámbito de la mera información y agreden derechos humanos fundamentales.

Y del otro lado del ring: gremios, oenegés, corporaciones de medios y librepensadores que defienden el derecho del ser humano a expresar libremente su opinión, en la plataforma de su preferencia, sin que el Estado meta sus “garras regulatorias”.

Cuando el Gobierno de Rafael Correa impuso la Ley Orgánica de Comunicación (inconstitucional de forma y fondo) liberó de la mordaza a las redes sociales. Debo confesar que nunca entendí el motivo de esta dispensa. Si fue porque, a través de las redes sociales, los trollcenters oficialistas engullían honras de opositores o para no incomodar al segmento millenial que, en esa época, miraba con cierto agrado a la revolución ciudadana; o simplemente para dar la impresión de que el gran problema radicaba en “los grandes medios” y no en el derecho del ciudadano a opinar.

Lo cierto es que, al día de hoy, por lo menos en Ecuador, ese debate ha tomado mucha fuerza; negarlo es pretender tapar el sol con un dedo.

En consecuencia, considero responsable abordar la problemática y buscar una vía que, sin lesionar el derecho a la libertad de expresión, ni mucho menos proporcionar herramientas a los grupos de poder para condicionarla, permita corregir, de alguna manera, las distorsiones y excesos grotescos que vemos en las redes sociales, proporcionando a quienes se sientan lesionados o amenazados por sus contenidos recursos para impedirlo o, por lo menos, enfrentarlo en igualdad de condiciones.

Cierto es que en las leyes ya existen acciones y recursos para que quien se sienta afectado en su honra o reputación pueda resistirse a ello y exigir la reparación que corresponda, a través de la administración de justicia. Al fin y al cabo, esa es una de las razones de existencia del Estado. Pero también debemos reconocer que el estado de la justicia en el Ecuador es calamitoso, y si de ella dependerá que no existan estos abusos, pasarán siglos sin que se alcance tal objetivo.

Por tal motivo, pienso que la sociedad y, particularmente, la academia deberían comenzar a debatir seriamente los primeros pasos en esta materia; mucho se puede avanzar, por ejemplo, si se coordinan acciones y políticas con las principales plataformas digitales, que en su mayoría sí tienen herramientas muy ágiles, aunque imperfectas, para frenar abusos y distorsiones grotescas, pero que muy pocos conocen en Ecuador.

Concluyo este artículo afirmando que, en mi opinión, los usuarios de las redes sociales deben igualarse a los medios tradicionales, en cuanto a la responsabilidad ulterior por sus contenidos.

¿No era libertad, igualdad y fraternidad? Entonces, nada más. Pero nada menos. (O)