La historia es brutal y terrible.

Los hermanos presentan su sacrificio ante Dios. A Dios le agrada la ofrenda de Abel, pero no la de Caín. Y entonces Caín “se ensaña” y “su semblante cae”. Dios se dirige a él. Si lo hubieras hecho bien, si te hubieras esforzado más, entonces estarías orgulloso de tu trabajo y yo estaría orgulloso de ti. Pero has sido mediocre. No has vivido al máximo de tus potencialidades. Y ahora ten mucho cuidado porque “el pecado está en tu puerta”.

Caín se pudo haber hecho muchas preguntas. ¿Por qué Dios no está contento conmigo? ¿Qué pude haber hecho mejor? ¿Qué puedo hacer ahora para agradarlo? Eso hubiera sido pensar, autocriticarse y, sobre todo, asumir responsabilidad. Pero Caín no está dispuesto a hacer esas cosas.

El espíritu de Caín se llena de ira y resentimiento. Decide destruir lo que es bueno. Invita a su hermano a caminar por el campo y Abel acepta. Es allí donde lo mata. Luego vienen la vergüenza y el castigo. “¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?” (…) “¿Qué has hecho?” (…) “Errante y extranjero serás en la tierra” (…).

El Dios de Abel ha acompañado a la civilización occidental desde siempre. Es la voz en la noche que nos dice que pudimos haber sido mejores en el día. La idea de que estamos hechos para cosas maravillosas, y que con trabajo y esfuerzo podemos alcanzarlas. Es la creencia de que es un pecado no dejar este mundo mejor de lo que lo encontramos.

Pero el espíritu de Caín vive. Aquí y ahora.

El espíritu de Caín es el dirigente indígena en busca de excusas para incitar a la violencia y ganar protagonismo. Es negarse a escuchar los argumentos económicos más básicos. La idea absurda de que la pobreza depende de que el Gobierno utilice el dinero de los impuestos, que podría usarse en escuelas y hospitales, para regalar gasolina. Es el manifestante que saca un adoquín de la vía pública y lo estrella contra el piso hasta romperlo en pedazos.

El espíritu de Caín es el político que, dañado en su orgullo porque ya no puede adueñarse de las instituciones públicas, incita a la desestabilización del Gobierno. Es la convicción de que hacer unas cuantas obras te da el derecho a usar la función pública para que tú y tus amigos amansen inmensas fortunas. El burócrata pidiendo dinero para hacer lo que debe hacer. Es un presidente, al frente de cámaras pagadas con impuestos, rompiendo un periódico.

Y el espíritu de Caín también es el columnista amargado. Los insultos, que nadie escucha, a aquellos que no obedecen las reglas de tránsito y civilidad. La tristeza de creerse víctima de una injusticia porque es imposible ser decente en este país de indecencia.

En la historia de Caín y Abel es el bueno el que muere. Eso conmueve y perturba. ¿Qué debió haber hecho Abel? ¿Por qué aceptó tan inocentemente ir a pasear al campo? ¿Puede ser que al final sea el mal lo que acabe triunfando? Tal vez Abel debió prestar más atención al resentimiento de su hermano. Tal vez fue muy ingenuo en acompañarlo a un lugar desolado. Tal vez, simplemente, el mundo es un lugar injusto y los buenos están condenados a perecer. Uno solo puede taparse la cara con las manos y no permitirse pensar que el destino de este país sea ver al espíritu de Caín pasear errante, para siempre, por la faz de su tierra. (O)