Sería difícil hablar sobre la violencia de Squid Game (El juego del calamar) sin revelar la trama de la serie, así que sugiero prescindir de este artículo a quienes pretenden verla con un relativo desconocimiento. Digo relativo desconocimiento porque acercarse hoy a cualquier producto audiovisual, y “producto” es la palabra necesaria para entender El juego del calamar, en realidad está bombardeado de informaciones sesgadas con pastillas de difusión que inducen a la curiosidad. Sin haberla visto, saben de la extrema violencia de esta serie.

Escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk, la primera temporada se estrenó en septiembre de 2021 y ha logrado un gran impacto mundial. Una de las polémicas es que muchos niños y adolescentes han recreado los juegos de la serie en los patios de escuelas y colegios, despertando la alarma de profesores y padres de familia. ¿Han visto los niños la serie? ¿Solamente se han enterado de las reglas de los juegos por las plataformas de internet de los videojuegos? Según el parámetro de Netflix, el público debería ser mayor de dieciséis años.

La historia parte de la situación de pobreza o crisis económica de personajes de Corea del Sur que reciben una extraña invitación a participar de un juego, del que no saben nada, pero que, de ganarlo, obtendrían millones. Si aceptan participar los recogen, los sedan y se despiertan en el lugar del juego. Por la intromisión de un policía que sigue las huellas de su hermano desaparecido, se revela que todo ocurre en una isla del Mar Amarillo, Seungbon-ri. Basado en juegos de niños, estos se aplican con extremo sadismo. A esto se añade un voyeurismo que desdobla al espectador: quienes organizan el juego ofrecen la posibilidad de observarlo a un selecto grupo, un puñado de hombres millonarios enmascarados que se hacen presentes en las rondas finales. Imposible dejar de pensar en el trampantojo que proyecta en ese grupo al mismo espectador de la serie: el espectador tiene el privilegio de espiar a los que observan, refracción que agudiza la crueldad de que se está disfrutando del horror. La trama revela los problemas económicos que tienen algunos personajes: un desnortado padre que todavía vive con su propia madre, un inmigrante pakistaní, un empresario en bancarrota, una chica que logró escapar de Corea del Norte y que es responsable de su hermano menor, etc. Algunos desarrollarán relaciones de camaradería o enemistad entre sí, que se volverán más radicales por el giro de los juegos, al punto que incluso en los casos de amistad o simpatía estarán obligados a la traición. El problema es que quien pierde, morirá. Los perdedores recibirán un disparo a quemarropa en la cabeza por parte de hombres enmascarados que vigilan el desarrollo del juego.

La ficción invita, a quien la lee, a enfrentarse a verdaderas tragedias. Desde las novelas policiales hasta la más banal película de zombies, los escenarios de ficción contemplan la muerte. Incluso en las novelas menos sensacionalistas, la muerte corona la resolución de los conflictos. El asesinato de Shatov en Los demonios de Dostoievski, el suicidio de Ana Karenina o de Naphta en La montaña mágica de Thomas Mann, o el inesperado asesinato del Chico en Meridiano de Sangre de Cormac McCarthy, tiene una cuota de sangre que da un giro a toda la historia. Pero para llegar a ese momento hay un largo recorrido de exploración y la escena mortal toma pocas palabras, si no es elíptica. En la serie que comento, solo en el primer juego son asesinados más de 200 personajes del total de 456 participantes. La modalidad más llamativa es el disparo en la cabeza.

La imagen icónica de esta atrocidad es la del fotoperiodista Eddie Adams, con una foto suya que obtuvo el Pulitzer de 1969, conocida como “La ejecución de Saigón”. Allí se observa a dos vietnamitas, uno con camisa de cuadros, atado por la espalda, y a otro que le apunta un revólver a la sien. No eran personajes anónimos. Era una ejecución sumaria. El brigadier general de la policía de Vietnam del Sur disparó a Nguyen Van Lem, un miembro de la guerrilla del Viet Cong que habría cometido varios asesinatos. La foto de Adams capta el instante previo al disparo. Mientras veía El juego del calamar recordé esta foto y pensé en la escalada de imágenes de violencia que no para de crecer en películas, series y novelas. Defiendo la libertad imaginativa en cualquier forma artística, pero el exceso, la saturación y el regodeo en lo atroz advierte de su falta de necesidad narrativa. Mostrar la traicionera o inestable naturaleza humana entre los personajes, sometidos a escenarios inesperados, sacude la conciencia y pone en jaque la escala de valores. ¿Qué aporta este remate excesivo de disparos en la cabeza? Se me dirá que el cine gore es todo un género para quien le gusta disfrutar de atrocidades. En El juego del calamar la frontera se rompe: los conflictos aparentan implicarse en una problemática social mayor mientras lo sangriento supera la necesidad de la historia. No pretendo sugerir una moralina frente a una obra de ficción que asume quien quiere verla, pero la saturación en el énfasis muestra que algo falla artísticamente en la historia, que tanto señalamiento revela que el conflicto no es auténtico, como quien levanta la voz para decir algo para lo que bastaban menos palabras y menos ruido. Se trata de una mala educación narrativa en el exceso que fomenta la banalidad del morbo. Las preguntas son inevitables: ¿quién define que un espectador de 16 años puede comprender esta saturación sangrienta? ¿No se pierde el rumbo cuando, por una parte, se pretende cancelar una obra literaria por usar una palabra o un nombre políticamente incorrecto en un conjunto que revela amplios rincones de la mente y la sociedad, y por otra parte, al lado, se deja pasar la mayor atrocidad contra la vida con el argumento de los problemas reales de la vida? (O)