Estamos más acostumbrados a la idea de la guerra que a la de la paz. Recibimos el idioma invadido de términos guerreros: lucha, estrategias, vanguardia, resistencia; ejemplificamos cualquier etapa de la vida con actitudes bélicas. Entiendo que viene desde antiguo: largas etapas de la historia en que la vida consistió en atacar o defenderse, en que crecer y progresar significaba apropiarse de los bienes y las vidas de los otros. Así se levantaron imperios e igualmente se vinieron abajo cuando el enemigo fue más fuerte.

“El arte de la guerra se basa en el engaño”, afirma el tan alabado Sun Tzu, autor chino del libro homónimo que se escribió hace 2.500 años y guio las acciones de Napoleón, y así engarza sus celebérrimos consejos (apropiándose de la palabra “arte” creada para nombrar productos más nobles). Aparentar, poner cebos, hacer creer, emboscar. Estos códigos levantaron una moral paralela porque, vistos en frío, no se llevan con la vida civilizada o peor todavía con principios cristianos (que de todos modos se han dado maña para sobrevivir, contraponiéndose a sí mismos). Recordemos que el Vaticano tenía ejércitos y participaba en toda clase de acuerdos políticos y militares en siglos pasados.

Para construir un héroe magnánimo, Irene Vallejo hace decir a Eneas, el sobreviviente de Troya, “…los sometidos, los suplicantes y los extranjeros son sagrados a los ojos de los dioses”, encontrando así un tablón para no torturar ni vender a los vencidos, a diferencia de Homero que puso en el mismo campo de batalla a los hombres y a las deidades. Naturalmente, van de por medio los 29 siglos que distancian a los autores, para imaginar otra clase de hombres.

No puede llamarse arte la habilidad para sostenerse sobre los cadáveres...

Piedra, bronce, cobre, hierro hasta llegar a la pólvora han sido el camino de las armas hasta que se produjo el encontronazo entre los españoles de la conquista y los aborígenes. La desigualdad y el choque entre la mente racional y la mente mítica explican lo que ocurrió a lo largo de siglos de incubación de resentimientos y rabias que llegan a nuestros días. La pretendida superioridad de unos pueblos sobre otros, con su derivación al dominio, tiñe de sangre las páginas de la historia. Y fue visto como natural que los “adelantados” y sabios se adueñen de las riquezas de los “inferiores”.

Las guerras del siglo XX han sido las más espectaculares porque la tecnología de la época permitía cierta propagación de la información. Ya con el cine bien desarrollado, seguimos dentro de nuestras cabezas su atrocidad realista. Parecería que sabemos todo sobre las guerras, hasta con los efectos de los estallidos nucleares que son la amenaza preferida de los líderes de turno. Cuando las potencias las mencionan, todos nos echamos a temblar. Y en el discurso confuso del anunciado fin del mundo entreverado con signos científicos de las dificultades del planeta y el deterioro del convivir social, se van instalando el temor de la hecatombe, la sospecha de una tierra exhausta y plagada de enfermedades, donde una vez más sobrevivirán los señores de la guerra. Hoy, Rusia atacando a Ucrania ilustra lo inacabable de la cadena.

No puede llamarse arte la habilidad para sostenerse sobre los cadáveres, dejemos de contaminar la sagrada palabra de los productos del alma con los frutos del afán destructor de muchos seres humanos. (O)