Hay un montón de situaciones que generan malestar. El concepto se hace útil para identificarnos como ciudadanos de este tiempo tan maltratador, tan acorralante, que me hace recordar ese par de versos: “Y el hombre. Pobre. ¡Pobre! Vuelve los ojos como/ cuando por sobre el hombro nos llama una palmada”. Tal es el tamaño del sobresalto, de la inseguridad, de la indefinición. Si bien cada uno tiene su parcela de responsabilidad para llegar a este estado, gigantesca es la de los gobernantes que han conducido a este país a la caída en picada.

No tenemos gobierno, eso es evidente. El manejo de la cosa pública va de tumbo en tumbo –baste mencionar el caso vacunas, incluida la huida del exministro de Salud y la confidencialidad de la lista de vacunados–, como si las autoridades esperaran el 11 de abril para librarse de un tizón encendido que les quema las manos. El comportamiento social en términos generales exhala un olor de incertidumbre tan grande que podría interpretarse que la persona común defiende su baldosa –domicilio, familia, empleo si lo tiene– y aspira a que los futuros cambios no la alteren. “Que gane las elecciones el que sea, el pueblo sigue igual”, dicen (aunque unos cuantos aspiren a que el ofrecido bono de mil dólares le toque). Mirar hacia adelante acrecienta el malestar.

Llueve mucho y la ciudad se inunda. Poseer el anhelado vehículo particular y conducirlo en una noche como la del pasado lunes fue un atentado contra la habilidad, la paciencia y la condición ciudadana. ¿Podría haberse prevenido? Pues sí, en una ciudad organizada para su realidad más natural: la época invernal, el estar situada junto a un río y un estero. Ver a la amada Guayaquil en una jornada como esa representó la vivencia de una aguda incomodidad. No sabemos convivir. Los ecuatorianos, los guayaquileños en este caso, no hemos sido capaces de pactos armónicos que nos conviertan en seres ajustados a un orden y a unas leyes. Todavía impera la viveza criolla, la salida por el costado, el que se cuela en la fila, el que evade los impuestos, el que huye de la casa alquilada para no pagar el arriendo; conductas que no pueden atribuirse a la crisis porque son inveterados comportamientos enquistados en “una manera de ser” de la que hasta se presume. Identificarla produce malestar.

Quedo lejos de la gran corrupción. Esa es producto de entramados que jamás se tejen individualmente. Se requiere de varios, del equipo, de la red que ajusta nudos por sectores y estafa a la institución a la que dice servir. Siempre nos enteramos demasiado tarde, cuando el botín está afuera o cuando los nuevos ricos exhiben sin recato los productos mal habidos. Entonces nos recorre más que un malestar una repugnancia que proviene físicamente del estómago, obligado a tragar el amargo bocado del robo público. Era también nuestro dinero. ¿Será por esta enfermedad generalizada –a la que contribuye la amenaza constante de COVID-19, por cierto– que experimentamos una suerte de acalambramiento físico y psíquico que nos hace un poco inútiles para la vida diaria, que nos mella la sociabilidad y nos debilita para las luchas? Termino dándole la razón a la escritora española Sara Mesa cuando dice que “el malestar de la felicidad se produce porque contiene en sí misma la semilla de su propia destrucción”. (O)