Aparentemente, los pesimistas tenemos las de perder. Ante los entusiasmos de nuestros hermanos diferentes, los optimistas, quedamos como seres diseñados en negro, aplastados e inertes, que optamos por el silencio antes que por el estallido de las palabras ilusionadas que desean, creen y vaticinan que todo va a mejorar. El pesimismo nos hace caminar con pies de plomo, mirando con cuidado dónde se imprime la huella y cuál es su contexto.
En estas fechas, salimos del aluvión de las palabras generosas. No sé si la gente es sincera o simplemente cortés, cuando profiere esos deseos de prosperidad y bienestar a todos sus vinculados y hasta a desconocidos. De allí podemos partir por el rumbo de las contradicciones. Porque sabemos que a todos no les puede ir bien, que los deseos –ah, las palabras que vuelan– tienen un carácter muy evanescente frente a la historia concreta de las personas y a la realidad. Tomemos el caso de un desempleado que centra sus afanes en salir de esa marginalidad: sus personas cercanas sufren con él la angustia de ese limbo que lo tiene suspendido en el vacío. Naturalmente, la orientación de las animosas palabras que recibirá irá por esa vía: “ya saldrá algo”, “ten paciencia”, “te recomendaré con un amigo que es cuñado del jefe de…”. Pero quien se queda callado está pensando en los porcentajes de desempleo, en los compromisos de los candidatos con sus seguidores (casi siempre el pago es un empleo), en la escasez de la empresa privada para ofrecerlos.
¿Qué pasará con la gente cuando las máquinas sigan supliendo a los brazos y cabezas trabajadoras?
Que la Real Academia de la Lengua haya aceptado como nueva palabra para el Diccionario una que se compone de dos es una muestra de que el mundo avanza. La “inteligencia artificial” es una herramienta que ofrece facilitarnos la vida (aunque no estoy segura ya de si los celulares han mejorado la calidad de nuestras relaciones), visto como funciona en cirugía, conducción de algunas discapacidades, en las cómodas órdenes a Alexa. Pero los seres humanos somos expertos en distorsionar los fines de un producto (recuérdense los frutos de la genialidad de Einstein), entonces, los pesimistas pensamos en ese peligro junto al alborozo de la reconocida utilidad. ¿Qué pasará con la gente cuando las máquinas sigan supliendo a los brazos y cabezas trabajadoras?
Una ventaja práctica del pesimismo es que envejecemos con lucidez. Las enfermedades no nos sorprenden porque estamos conscientes del lento deterioro del cuerpo y hacemos caso respetuoso de las reducciones, sin queja ni malaventura. Leyes de la vida, agobios de la materia que nos regaló suficientes satisfacciones (aunque digan los ambiciosos que nunca es suficiente). Oímos a los médicos con atención y vamos atesorando diagnósticos. A la hora del espectáculo de la juventud de hoy, recordamos nuestras locuras y nos inclinamos por un balance benigno siempre y cuando haya habido honestidad de por medio.
Los discursos políticos no nos atrapan y las religiones emergen de una prédica que estuvo guardada en el inconsciente o se callan para siempre. Extremos con que puede atacarnos el temor a la muerte o la defensa de una coherencia final. Nos desembarcamos de aquello de que cada niño “viene con un pan bajo el brazo” y sonreímos con tristeza frente a la llegada de una nueva criatura. Los pesimistas marchamos templadamente con la historia. (O)