No hay acuerdo, no hay unanimidad, la ética parece más estable que las religiones. Como punto de partida encuentro la discusión de si “no matar” es el quinto o el sexto mandamiento (o acaso solamente “palabra”, porque algunos sostienen que Dios no puede obligar a nada). En el mundo hebreo la prohibición de matar debió entenderse relativa a otro hebreo, ya que ese pueblo fue fogoso combatiente y a costa de una “tierra prometida” arrasó con los habitantes nativos de la que se le regalaba. También legitimaron el castigo de ciertos delitos apedreando a los culpables hasta la muerte.

¿Hubo algún código que prohibiera las conquistas, los ataques a tierras, tesoros y mujeres de los vecinos? El latrocinio guerrero era un derecho del triunfador; la suerte del conquistado, la esclavitud o la aniquilación. De esa dualidad destructora provenimos y los dioses han visto con buenos ojos –según sus adeptos– las guerras, sintiendo siempre que su respectiva deidad estaba de su lado. Recuerdo la repugnancia que sentí cuando un libro de historia me mostró la imagen de un Jesucristo rubio y ojos azules, vistiendo el uniforme nazi. Sí, los nazis fueron cristianos.

No hay que creer en dios alguno para aceptar que la vida humana es respetable y nadie debe atentar contra ella. Ahora, si a esa noción le agregan que es “sagrada”, la convicción alcanza grandeza. La condición de seres vivos nos entroniza dentro de una armonía natural que tiene sentido cuando el raciocinio y los valores explican y condicionan la convivencia. La libertad, meta suprema, se alcanza solo cuando acepto la de los demás y me esfuerzo porque todas quepan en un orden colectivo. Las ficciones que nos mostraron al caballero de sable al cinto, o al cowboy empistolado que tomaba vidas ajenas al ritmo de su caminar, se revelaron como tales, cuando los derechos y los gobiernos inteligentes nos condujeron a sociedades de paz. Cada vida es única e irrepetible sobre la faz de la tierra.

La espada que pende sobre nuestras cabezas exige de una dosis de inconsciencia...

Los asesinatos siguieron produciéndose, pero como productos de pasiones incontenibles, como actos de rupturas excepcionales. El ciudadano común vivía dentro de las leyes y ni siquiera la extrema pobreza, que llena el corazón de resentimiento y clama por justicia divina, lo llevaba a matar. Muy lejos de esa realidad, hoy se mata por oficio. Basta contactar un eslabón de una cadena que quiere pasar por invisible y se elimina a una persona que causa algún “malestar”. El tan manido ajuste de cuentas –que de hecho debe darse en un país tomado por el narcotráfico– no puede ser una explicación para cada desborde, para cada disparo que se lleva la vida de alguien.

¿Por qué se oponen al modelo Cicig?

El sistema de justicia de este país nos debe la simple y ejecutada aplicación de la ley. No podemos seguir dando al olvido tanto caso de agresión, tanto fruto de la violencia, tanto atentado contra los derechos humanos. Las mujeres caen bajo las manos de quienes las amaron primero, los tenderos son violentados si no pagan extorsión, las personas inocentes son víctimas de balas perdidas. El sicario se ha convertido en un personaje social. ¿A este extremo hemos llegado? ¿Seré yo también castigada por el azar o algún designio oculto que no puedo escrutar? La espada que pende sobre nuestras cabezas exige de una dosis de inconsciencia, de lo contrario no podríamos ni respirar. (O)