El arte no es democrático sino republicano. Es más, este campo es un excelente modelo para entender qué significan uno y otro concepto. Si fuese una democracia, lo importante y prevalente debería ser la opinión de la mayoría, las mejores obras serían las que gustan a más personas y ocupan un lugar privilegiado en más museos, en muchas antologías y, lo que es definitivo, en la opinión de la gente. Pero no puede ser así, es un espacio republicano en el que todos podemos expresarnos, por más que no compartamos el gusto dominante. Tampoco se admite que sean las artes materia sagrada en la que los críticos y curadores serían los únicos “entendidos” con derecho a hablar. Entonces, sin pensar que estoy haciendo ninguna proclama profética, pero con el derecho de ciudadano de a pie, puedo decir que encuentro que el arte de Fernando Botero, Dios sea benevolente con él, es monótono y superficial.

En la obra de Botero predomina una caricaturización del objeto. Deforma las figuras exagerando sus rasgos, para retratar una humanidad obesa en la que se reconoce a los personajes solo por sus rasgos secundarios y atuendos. Pero no llega a ser caricatura, pues esta es por derecho propio un género artístico, cuyo componente esencial es una apelación al humor. No importa lo trágico o tremendo que sea el tema, busca la risa, la alegría. La caricatura no se limita a las viñetas periodísticas, podemos considerar que Don Quijote de Cervantes y Don Juan de Mozart son caricaturas, son exageraciones humorísticas de sus personajes. Algo parecido se puede decir de muchas obras de Goya, pienso en la Familia de Carlos IV, en la cual ese rey su parentela lucen como cubiertos de una pátina plebeya que la hace cualquier cosa menos regios. En el arte del fenecido pintor colombiano la caricaturización es una huida ante las exigencias existenciales de lo artístico. No hay ironía ni cuestionamiento de la realidad, estamos ante una pintura plana que busca ser bien recibida.

El mundo de Botero en su rolliza candidez se ve plácido y satisfecho, incluso en los cuadros en los que se representan violentas escenas de homicidios y matanzas, los protagonistas son muñecos rechonchos e inexpresivos que no entristecen ni espantan. A eso justamente debe atribuirse el formidable éxito comercial de su obra, son series apacibles y sosegadas, con las que se puede convivir en cualquier ambiente, pues no ofenden ni cuestionan, en ellas parece que nunca sucede nada grave. En el color apeló a su evidente conocimiento del arte clásico, pero este recurso esterilizó su pintura y así no se puede decir que fuera un colorista particularmente innovador. En sus esculturas encontramos la misma serialización, en la que a falta de asunto optó por la desmesura. Si este estilo, en un pintor talentoso como era, se hubiese limitado digamos a una época de su trayectoria artística, habría parecido interesante y propositivo, pero se engolosinó con su afortunadísima acogida y se quedó en ella sin mostrar versatilidad ni evolución. Fernando Botero ha muerto, es el momento en que debemos dejar hablar a su obra, que es la que lo justificará o no ante el árbitro supremo, el tiempo. (O)