Hace algunas semanas, Mario Vargas Llosa, férreo convencido de la necesidad de la legalización del consumo de las drogas, escribió un artículo en el diario El País, en el cual sugería a los diversos Gobiernos que se quiten la mascarilla y que no procedan como si en la realidad estuvieran derrotando a los narcotraficantes, pues en la práctica son los narcos los que están ganando la guerra, “y la seguirán ganando mientras los Estados pretendan destruirlos. Ellos nos están destruyendo a nosotros”. Agrega que la peor de las soluciones es la idea de que con el aumento de la represión por parte de las fuerzas del orden público se combate de forma efectiva al narcotráfico, ya que a medida que crece la persecución, los narcotraficantes, “que tienen todo el dinero del mundo”, multiplican sus demostraciones de fuerza.

En realidad la postura de la legalización de las drogas responde a un debate iniciado hace algunos años, recordando de forma especial la postura de uno de los grandes pensadores y maestros de los últimos tiempos, Milton Friedman, economista e intelectual estadounidense, ganador del Premio Nobel de Economía. Ya en el año 1972, Friedman advertía que era imposible acabar con el tráfico de drogas y que la prohibición era la peor estrategia para consumidores y no consumidores; en esa línea, se insiste en que la legalización de las drogas le quitaría al crimen organizado su negocio más lucrativo y rentable, señalando que “un mercado legal y controlado evitaría muchos delitos, enfermedades y muertes”. Se advierte, adicionalmente, que con base en la información de la captura de drogas se podría pensar que dicha lucha alcanza muchos éxitos, pero la verdad, según Vargas Llosa, es “que las drogas se venden por doquier –los narcos la regalan en las puertas de los colegios para que los jóvenes, y aun niños, se conviertan en usuarios precoces– y la corrupción en la violencia que desatan los poderosos carteles no tiene límites”.

Ahora bien, la legalización de las drogas podría traer consigo un aumento indiscriminado del número de consumidores, con un grave impacto en la salud pública, sin embargo se asegura que un mercado legal y controlado no necesariamente ocasionaría un aumento del consumo, más allá de que el Estado puede realizar importantes inversiones en prevención y rehabilitación. En realidad, los argumentos básicos de quienes defienden la legalización de las drogas es la constatación de cómo, a pesar de los miles de millones de dólares invertidos en la lucha contra las drogas, cada vez se produce y consume más. Mario Vargas Llosa señala que “los Estados no pueden competir con quienes gastan y derrochan sumas delirantes para asegurarse el control de ciertas ciudades o regiones (¿también cárceles?) que prácticamente quedan en manos de los narcotraficantes”.

Debe tomarse seriamente el debate sobre la legalización de las drogas, sin por ello dudar de la necesidad de que el Estado imponga, con todo el rigor, el imperio de la ley. Pero llegará, tarde o temprano, el momento en que el mundo entienda que la guerra contra las drogas, al menos como está ahora planteada, no da para más. (O)