Cuando me enseñaron a escribir textos académicos –hace ya tiempo– me dijeron que en ellos debe evitarse la primera persona gramatical, porque nadie es responsable individualmente del saber al que se está refiriendo, que la ciencia siempre será el producto de infinitos esfuerzos. Sin embargo, con el pasar de los años, ya emergen trabajos que se yerguen desde un yo, abarcador, tal vez hasta soberbio, que teoriza y se manifiesta, con posiciones poco dialogantes y a las que no basta justificar con una nota al pie de página.

Hay una línea literaria que se llama “autoficción” y se ha dedicado a narrar situaciones biográficas, núcleos de existencia propia, complementadas con vuelos imaginativos libres, de quien sabe inventar para redondear hechos, paisajes y contextos. Los lectores reconocemos muchas veces esas células de realidad para luego dejarnos llevar por el río avasallador de una buena narración. Las distinciones genéricas poco valen frente a una lectura poderosa. Sería como retrotraernos a las crónicas actuales, donde también el periodista cuenta en primera persona su andanza buscadora con tanta minuciosidad como los resultados que encontró.

Esta apropiación o abordaje responsable, según se mire, comprueba cuán apegados están los seres humanos a lo que ven, sienten y transmiten. La tan alabada objetividad parece excusa o creencia ingenua en el imperio de una Verdad (así, con mayúscula) que pueda ser testimoniada por todos, de la misma manera. Las Ciencias Sociales han podido llamarse como tales por sus métodos de investigación, por sus acopios de toda clase de archivos, por sus alcances, pero no por su manera de ser narradas. En el discurso se deslizan los puntos de vista, la ideología, el habla de cada investigador que tiene múltiples rasgos humanos.

Todo esto no tiene nada que ver con el yo que se derrocha en la conversación social. Ese yo está enamorado de sí mismo. Adorna cada idea con experiencias propias (he visto que muchos encuentros se remiten a intercambio de anécdotas –soy cauta para no decir, de chismes– y no de argumentos), se explaya en relatos que se sustentan en el “me dijo” y “yo le contesté”, que pueden matar de impaciencia al receptor por la incapacidad de síntesis. Recuerdo la facilidad con que los adolescentes caían en infidencias familiares al practicar este tipo de comunicación verbal.

Tal vez por estas razones, resultan enigmáticas y atractivas las personas que no hablan de sí mismas y se resguardan detrás del velo de las menciones ajenas. Se parapetan en el como decía tal o cual o se limitan a generalizaciones. No digo a lugares comunes, por tan poco agradables que son, a pesar de que, precisamente, por ser comunes contengan afirmaciones que valen para muchos.

Soy consciente de que estas columnas son territorios del yo, aunque el pronombre se evite por cualquier clase de pudor, dado que practicamos en ellas la opinión personal. Eso se espera de los columnistas: entereza para pronunciarnos sobre realidades inmediatas, sinceridad para ingresar a los submundos de la mente y de la psiquis. No confesiones –que esas son mayoritariamente emocionales– sino esquemas lógicos. Apego a los valores de vivir en sociedad y lo más urgente en el Ecuador de hoy, alinearnos en la lucha contra la corrupción y la mala política. (O)