Una vez más, la Feria del Libro de Quito llenó mis expectativas. Ni el programa impreso ni la señora del puesto de información tenían la información correcta. La conversación sobre lenguas guayacas no era en el auditorio, adonde llegué a tiempo, sino en la sala II. Cuando regresé para cumplir con mi cometido, no lo podía creer. La sala II era apenas un espacio separado por unos simples paneles de la bulliciosa venta de libros en el área principal del centro de convenciones. La feria era todo lo que podía ser, pues no podía ser más.

Un puñado de personas miraban al panelista, quien, escondido detrás de unas gafas, empezó a hablar con desgano. Yo me aprestaba a escuchar una evocación literaria de la energía de una vibrante ciudad del país de la boca de un escritor y lo que se oía era el tumulto de un bazar que se apreciaba mejor en directo. Entonces, salí de ahí a hacer lo único que se puede hacer en esas circunstancias: olvidar para lo que vine y comprar libros en desquite.

La Feria del Libro de Quito de 2024

El primer libro que compré es de un poeta ecuatoriano que ha decidido prescindir de su apellido, con buena fortuna. Suena mejor tanto su nombre como su poesía publicada bajo esa apócope filial que lo que alguna vez leí de su pluma en el pasado. Recité algunos de los poemas en voz alta con mis hijas de público (involuntario) para corroborar si los versos me podían gustar más allá del intento de legitimación por parte del crítico literario que escribió la introducción. Los resultados fueron mixtos, como el encebollado con papa.

Luego compré un libro gráfico, de un autor con el que una de mis hijas “no está completamente de acuerdo en todo”, pero aun así me dio permiso para gastar mi dinero en él. Lo cargaba en el brazo cuando me encontré con un maravilloso letrero que anunciaba que a esa hora y en ese momento estaría un autor desconocido en uno de los puestos de venta. Pregunté si el niño que ocupaba la silla era la persona en cuestión. “Sí”, me contestó orgulloso. “Escribí mi primera novela a los 15 años”. Quise soltar que no todos los días se conocía a un adulto precoz pero, por la seriedad de su semblante y su escasa experiencia vital, sabía que no se reiría conmigo. En su lugar, le pedí una dedicatoria. “Espero que disfrutes” escribió en la primera página interior como quien sirve un flat white en una cafetería escocesa.

Sin perder la esperanza de darme de bruces con un arrebato de creatividad, seguí dando vueltas por las exhibiciones de librerías como Sumeria y el área dedicada a Colombia, país invitado. Lamentablemente, aparte de descuentos importantes en libros y el retumbo de mis propias declamaciones, no salí infusionada de modismos, metonimias y metáforas como debía de ser. Para una ciudad capital, la feria estuvo –una vez más– decididamente deslucida, propia de un país poco lector pero por lo mismo inconsecuente con las necesidades que tiene el público para motivarse a leer. Me consuela haber visto a la gente comprando libros, aunque dudo que las ventas justificaron -un año más- la inversión pública en el evento y los gastos en los que incurrieron los libreros. Qué lámpara esa movida, señor alcalde. Para la próxima, mejor quédese quedito. (O)