“No hagáis el tonto, Varea. No hagáis el tonto” fue la frase que más escuché entre mis ocho y mis dieciocho años. Yo no era tonta, era vaga. Me costaba obedecer, cuestionaba todas las reglas y era preguntona. Para mí la norma debía ser lógica y racional para ser cumplida, me costaba mucho entender los “no porque no”, “porque no ha de valer”, “porque yo lo digo” o “porque es así y punto”. Pero esto no era fácil de comprender para las monjitas (que no eran precisamente Carmelitas y no iban a Popayán sino que venían directamente de la España franquista). En definitiva yo era desobediente, pero si algún adulto se daba el tiempo de explicarme racionalmente el porqué de las cosas, yo era de una docilidad única, pero por lo general yo “hacía el tonto”. Definitivamente era mucho más divertido que atender a la clase jugar páreme la mano, guerra de barcos o tres en raya; dibujar a la maestra con cuernos y cola; o inventar personajes e historias en ese hermoso lugar al que los adultos llamaban “nebulosa”.

Falta poco para cumplir otro aniversario de la pandemia. No sé si el mundo en general y los ecuatorianos, en particular, nos hemos percatado de que ya empezamos a vivir el tercer año con el fantasma de la muerte “aquicito nomás”. De que gracias a nuestra irresponsabilidad, los niños están encerrados, atados a un computador para “medio, medio” aprender algo.

¿Nos hemos detenido a pensar por un segundo lo triste que será crecer encerrado? ¿Nos hemos percatado de cómo, día a día, se ahondan las diferencias entre el estudiante que tiene un computador o tablet para él solo, una buena conexión a internet, una aula virtual con 15 alumnos y aquel que comparte un teléfono celular con dos o tres hermanos, en condiciones precarias y una aula virtual repleta de niños?

Es verdad que el manejo de la pandemia, tanto por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS), como por parte de los distintos Estados y Gobiernos no ha sido óptima, pero me da la impresión de que tres años más tarde los seres humanos seguimos haciendo el tonto.

Para evitar contagiarnos no se nos ha pedido nada del otro mundo sino tres simples cosas: usar mascarilla, lavarnos las manos y mantener distancia; sin embargo, familias enteras deambulan por los centros comerciales respirándonos en el cuello. A diario vemos a la gente con la mascarilla fuera del lugar o definitivamente sin ella, y ¡pobre del desgraciado ser que tenga la osadía de pedir al otro que por favor se la coloque bien o que mantenga su distancia! ¡Qué afrenta, qué vulgaridad, qué grosería!

Mami, nosotros como especie vamos a desaparecer por idiotas, me dijo un día la Carito, y yo con mi fe militante en la humanidad, rebatí su teoría. Pero ahora veo que tenía toda la razón. Que no hemos entendido nada. Que de poco o nada sirve intoxicarnos de noticias, de cifras, de encuestas, de porcentajes sobre la enfermedad y la muerte si no tomamos en serio las tres simples cosas que se nos ha pedido: usar mascarilla, lavarnos las manos y mantener distancia. Por favor, seamos responsables, créanme que en esta ocasión no es más divertido “hacer el tonto”. (O)