La vieja cárcel de Latacunga estaba en la esquina de las calles 2 de Mayo y Marqués de Maenza, el hospital general estaba en la esquina de las calles 2 de Mayo y Marqués de Maenza; y la casa del doctor Marquito, mi casa, estaba en la esquina de las calles 2 de Mayo y Marqués de Maenza, la cuarta esquina era un terreno baldío. Ahí me crié, en una casa con pésimo feng shui, dirían hoy en día los expertos. Pero ahí fue papá a construir nuestra casa y todos los días cruzaba la calle para ver a los presos enfermos. Era su médico ad honorem.

Eran presos, lo juro, no eran PPL, eran presos, personas de carne y hueso que sufrían y pagaban a la sociedad, con su libertad, alguna falta, seguramente no tan grave.

Un día papá y mamá cruzaron la calle para ir a una misa campal, un día fui con la Soledad a buscar a un preso que era plomero porque el agua salía a borbotones por la llave rota del fregadero de la cocina, un día fui sola para que el preso que hacía alpargatas me hiciera unas a la medida, a mamá le pareció que era una moda de hippies, pero me salí con la mía. Y así, todos los vecinos de la calle 2 de Mayo, entraban y salían de la cárcel a buscar algún zapatero que les pusiera la media suela, un carpintero que les reparara una silla o un sastre que les hiciera el dobladillo del pantalón.

Y la vida siguió y crecimos y nos fuimos transformando cada día en una sociedad más injusta, más racista y más mal educada. De pronto nos vimos instalados en un sistema perverso donde no importa ser sino tener, donde las diferencias se marcan en la piel, en el colegio al que asisten nuestros hijos, en la ropa de marca, en el Lamborghini o en los zapatos gastados de tanto ir a pie. Y nos volvimos indolentes y no vimos que para muchos la necesidad del dinero fácil era imperiosa. Y vimos pasar dictaduras y gobiernos autoritarios y gobiernos corruptos; todos cómplices de seguir manteniendo los privilegios de siempre a los mismos de siempre; todos ciegos de no ver cómo nuestra pequeña isla de paz se iba volviendo en la cárcel del consumismo que ahora nos pasa factura.

Y ahora vemos horrorizados cómo los presos, no los PPL sino los presos, esas personas de carne y hueso que seguramente sufren y pagan a la sociedad, con su libertad, alguna falta muy grave; esas personas que, al parecer, han perdido la cordura, son capaces de matar, quemar, decapitar, a vista y presencia de una sociedad y unas autoridades completamente desorientadas, que miran estupefactas cómo la maldad, la perversión y el dolor llegan con paso firme, sin posibilidad alguna de volver atrás. La reciente masacre en la cárcel del Litoral es solo el inicio del infierno que los ecuatorianos empezamos a vivir.

No sé si el Gobierno estará a la altura de las circunstancias, solo espero que no minimice esta dolorosa situación, que llame a las cosas por su nombre y tome conciencia de la dimensión del problema. No es cuestión de envalentonarse, de amenazar o construir nuevos pabellones, es tiempo de ver quién es el enemigo.

Presidente, vea la serie Somos. Y abra los ojos, y entienda, y busque, y encuentre gente capaz de enfrentar tamaño dolor. (O)