Recuerdo cuando se enseñaba a base de pizarrón, tiza y lengua: los profesores hablábamos la mayor cantidad de minutos de la sesión de clase y, a lo más, trazábamos un cuadro sinóptico en la pizarra. El alumnado tenía que escuchar y tomar unos someros apuntes, cuando no se usaba un libro de texto o las hojas mimeografiadas que se repartían según la materia. Los textos a duras penas incluían gráficos, a no ser los de Geografía. Y así estudiamos y aprendimos.

Y llegaron las imágenes. Aun antes de las computadoras, yo trasladaba a los alumnos a una sala de proyección y los hacía ver cortos debidamente programados para combinarlos con las explicaciones. En algún tema especial, pedía a un colega que me cediera una hora para proyectar una película entera. Muchas veces vi con algún grupo The wall, con la música de Pink Floyd, para felicidad de los adolescentes que se sabían las canciones. Naturalmente, discutíamos sobre la educación como objetivo central.

Los métodos pedagógicos fueron reduciendo el tiempo de exposición del profesor, instando a que sea el educando el elemento activo de la cita para que induzca, deduzca, consulte y consiga los conceptos. Entonces, las imágenes alcanzaron mayor relevancia porque se convirtieron en las principales motivaciones para las búsquedas. Un paisaje, un suceso periodístico, unas secuencias especialmente diseñadas para que los muchachos contestaran preguntas fundamentales.

Cuando lo audiovisual comenzaba a inundar las aulas –dando por sentado que los planteles se habían provisto de los equipos–, los chicos ya venían de ser grandes consumidores de televisión, más que nada aquellos privilegiados que las tenían en sus habitaciones y se cabeceaban al día siguiente porque no habían dormido lo suficiente. Y receptar imágenes en demasía afectó a muchos, que dejaron de leer o menguaron grandemente la lectura. Era fácil detectarlos: eran los de vocabulario más reducido, los de redacción defectuosa y pobre, los que pedían el resumen a sus compañeros antes del aporte. La broma repetida era “conoceré ese libro cuando salga la película”.

¿Qué tiene que ocurrir para educar a un joven en un equilibrado balance en el consumo de palabras e imágenes? Conozco a buenos lectores que precisamente fueron a parar a la carrera de cine porque descubrieron que poner juntos los dos lenguajes constituye un renovado trabajo para la imaginación, o que la interacción entre libro y película da como resultado una ágil dialéctica en la que intervienen varios creadores. Llevamos meses esperando el estreno de la serie que Netflix ha grabado para hacernos ver lo que sus directores proponen que es Macondo y la saga de la familia Buendía. Yo, que he leído la novela unas cinco veces, me relamo de gusto a la espera del banquete. Y si no satisface lo que mi propia mente ha elaborado al empuje de las tumultuosas palabras de García Márquez, no importará. Al contrario, mi pasión literaria saldrá fortalecida.

Ahora que se puede ver cine y leer libros desde el teléfono móvil, como en tantas facetas de la vida, la rotundidad del placer o la decepción ejercitará la capacidad de elegir. El material parece infinito porque el arte o los subproductos propagandeados como tal están al alcance de la mano. Que triunfe la libertad. (O)