Falso mensaje el que el presidente Guillermo Lasso ha mandado a sus mandantes: decreto de excepción por sesenta días para controlar la delincuencia que agobia especialmente a Guayaquil. Y lo hace justo cuando más complicada está su credibilidad tras el involucramiento en los papeles de Pandora, donde lo vinculan con la crema y nata de la evasión fiscal en el mundo (sí, hasta cuando se presentó como candidato a la Presidencia, en que se “deshizo” de sus offshore).

La inseguridad en el país es un reflejo de lo que ocurre en las cárceles barrotes adentro. Y no es nueva: los delitos contra la propiedad privada y sobre la vida (al estilo más descarnado de la violencia y pérdida de valores por la vida: el sicariato) llevan un registro en incremento desde antes del actual mandato. Y en la misma medida en la que el modelo político y económico imperante considera a este fenómeno como propio de seres detestables, descartables, desechables, lumpen de la sociedad, la solución se mostrará en despliegues de uniformados por las calles, con licencia para “limpiar” aquella sociedad. Y un Estado dispuesto a indultarlos si los derechos humanos los cuestionan.

Nada de tratar de entender la violencia como un fenómeno social conectado con factores de desfase en el desarrollo, el empleo, la salud y educación públicas. En definitiva, el hambre, donde la violencia no es el problema, sino el síntoma de marginación, pobreza y desesperanza.

Visto hasta este punto, en nada justifica el hecho de la declaratoria del estado de excepción de Lasso como estrategia para enfrentar este problema de inseguridad. Las reales motivaciones son políticas, y se basan en el miedo, el mismo sentimiento que llevó al ciudadano Lenín Moreno a abusar de este tipo de disposiciones que eliminan derechos y garantías. Amparado además, aquel, en el encierro obligado por la pandemia.

Entonces, la declaratoria del estado de excepción viene siendo la reacción al derecho a la protesta de los campesinos de la Costa ecuatoriana, a quienes no se les han cumplido las promesas de un candidato empecinado en administrar el país como si fuera un banco privado: si no hay lucro, no hay nada. Es la respuesta a los líderes sociales que anunciaron movilizaciones para exigir que ya no se eleve más el costo de los combustibles. Es la amenaza para los maestros que también exigen lo que les prometieron. A los desempleados, a los que se les está condicionando una plaza de trabajo solo si es que renuncian a derechos adquiridos y consagrados, todo en favor de mayores utilidades para los empleadores en lo que perfectamente se entiende como una distribución inequitativa de la riqueza.

El presidente está aún ante la posibilidad de salvar y salvarse. Insistir en la Ley Creando Oportunidades, esta vez fraccionada en tres paquetazos, es desatender ese pedido de grupos sociales en legítima protesta. Descalificar a todos con teorías conspiratorias no es mirar el país con sus indicadores. Es imitar viejos artilugios ya cuestionados.

La razón del decreto cae en el saco de una falsedad llamada “combate a la delincuencia”, y lo ubica como el blindaje ante el miedo solitario del sillón presidencial. (O)