No quería escribir todavía sobre la muerte del novelista Javier Marías cuando sigue vibrando su paso a las sombras. Comprendo que a los amigos los espolea el dolor y la perplejidad de hacer el obituario. También urge la necesidad de despedir a quien no pudieron darle un adiós. Yo solo he sido un lector y apenas vi una vez a Marías en Barcelona. Si bien es cierto que la muerte de alguien que se admira siempre apena, en este caso hay un añadido no menor, el que quiero sugerir, que se vincula a una modulación creada por el mismo escritor: esa frontera porosa y meditativa de sus narradores en primera persona que daban por compartido, no diré lo más autobiográfico y personal, sino un tono de confidencia que probablemente haya despertado una particular temperatura emocional; esa creencia ambigua del lector que sospecha, en reservada exageración, que aquella novela o libro fueron escritos precisamente para él, porque de otro modo no se explica la intensa intimidad en la que se mueve su lectura. Luego de la distancia flaubertiana donde el autor desaparecía de una novela como si fuera un dios, hasta dar el salto a la proximidad expandida de Proust, de Bernhard, incluso a la inmediatez de Borges, que espiga al sesgo su presencia en lo que narra, o la recuperación de Lawrence Sterne, a quien Marías tradujo, todo sirve para entenderlo dentro de una tradición que no lo vuelve relativo sino que lo avala, porque él la profundizó. Entran contemporáneos suyos, como Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño o Antonio Muñoz Molina, autores que disponen un anzuelo que parece autobiográfico pero que ellos mismos se encargan de difuminar, de volverlo un desafío y darle vuelta para lograr el ángulo inaudito.

Siempre hay más por venir —escribe Marías—, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño—, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y contando aunque ya no oigamos y hayamos callado”.

Quise esperar, releer alguno de sus libros, sobre todo Negra espalda del tiempo, Tu rostro mañana y Corazón tan blanco, mientras que sus ensayos los releo porque son una pauta de una generosidad única para abrir el gabinete donde trabajaba sus novelas; él, que parecía ser un autor oscuro y enigmático, es claro y hasta rotundo cuando habla de la escritura, de la novela, de la crítica, de sus favoritos. Incluso quise ir más al margen, a sus traducciones de poesía de Wallace Stevens y, sobre todo, aquel poemario de John Ashbery, Autorretrato en espejo convexo, que alude al cuadro de Parmigianino, manierista italiano del siglo XVI. Ashbery juega con la distorsión óptica del anamorfismo del pintor, que se retrata distorsionado en una tabla convexa de veinte centímetros, y entiende que, así como el cuadro, la escritura es perspectiva y distorsión, no traslado, no copia. Marías revela al precursor. Sus rodeos, digresiones y enigmas más bien convirtieron su vida en un secreto del que se atisban relieves, horizontes y pocos nombres. Solo sus polémicos artículos parecían ser una válvula de escape a modo de contraparte de la novela, lección magistral de diferencia de registro y de implicación cívica que separaba novela y tesis. Pena por quienes lo juzgan por lo que suponen de los artículos. Lo cierto es que complementan su oficio de novelista. El editorial de El País, donde publicaba sus columnas, señaló con acierto que Marías “entendió la novela como un oficio en el que la intervención del escritor en su sociedad se realizaba de forma diferida, aplazada, sin empujones”.

Quien ha muerto es un novelista. Lo que puede parecer paradójico es que siendo un escritor de alto registro, de reflexiones amplias y sutiles, sin prisa, haya sido un éxito editorial. No hay tal paradoja. La novela es precisamente ese puente entre la vida y la sabiduría de alto vuelo, que ya dijo Schlegel. Sus novelas no tienen tramas arduas, intricadas, ni sucesión de golpes. Marías cuenta mucho o, mejor dicho, da mucho más en la textura de su lenguaje que en la imbricación de anécdotas. Quizá la sensación de haberlo leído me recuerda la misma que dejan Henry James, Faulkner o Duras, que han contado algo, sí, pero mínimo, o lo vuelven a rodear, asediándolo, y así sobrevuelan el tono, la atmósfera, el carácter, esa autoridad inmediata que los novelistas de talento imprimen en cualquier página y que no se abandona para que no falte el aire.

Finalmente, escribo sobre Marías porque me lanzó a hacerlo un cuadro de otro contemporáneo, Miquel Barceló. Me refiero a Ramo inclinado, un cuadro de la altura de una habitación que encontré expuesto dos días atrás en el Museo Botero, en Bogotá. En efecto, hay un ramo mínimo, unas ramitas que apenas se esbozan en medio de un movimiento de texturas y pigmentos que oscilan entre el amarillo, el ocre, el azul, suaves verdes, y una extraña línea roja difusa. Esas masas con relieve de Barceló exponen una trama dispersa de gradaciones, una explosión cromática, aunque allí sigue el ramo inclinado. Uno cree ver girasoles por el espectro de amarillos, pero luego hasta esta suposición se desvanece. No hay una trama figurativa que calme la interpretación, que resuma todo en un gesto, que vuelva al color siervo de cuerpos y dramas casi fotográficos, de una historia que se impone. Ver estas texturas y colores es escuchar música y figurar un relato secreto. Luego de observar diez minutos el cuadro de Barceló, recordé la muerte de Marías y sentí pena.

Para homenaje, una cita, muestra de su escritura de relieves: “Siempre hay más por venir —escribe Marías—, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño—, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y contando aunque ya no oigamos y hayamos callado”. El maestro deshace la trama, hace malabares, sube, baja, da un respingo, juega e ilumina en su novela Tu rostro mañana, y uno comprueba que ese mañana llegó y su rostro es escritura. (O)