La nostalgia de los migrantes por la tierra en que nacieron se parece a la avidez que los seres humanos tienen por saber de dónde vienen. Su familia, sus antepasados, qué hicieron, dónde vivieron, quiénes eran. Muchos pagan para que busquen en su sangre los códigos genéticos que les digan si proceden de África, Australia, Europa, América, Asia u Oceanía. Si son ‘puros’ o mezclados. Nadie sale indemne. Es muy interesante observar las sorpresas cuando leen los exámenes que les revelan los porcentajes de mestizaje que conviven en sus cuerpos.

Nuestros cuerpos, resultados de muchos abrazos, se remontan a la explosión inicial que puso en marcha esta aventura emocionante que llamamos vida, y muy concretamente nuestra vida. Son el resultado de la transformación en nosotros de la tierra que habitamos, que nos alimenta, nos abriga o nos congela, nos ampara o nos deja a la intemperie. De la lengua que hablamos, los sonidos que imitamos, el eco que escuchamos, la lluvia que olemos, del temblor que nos sacude. De los desiertos, los páramos, los trópicos, la selva, las montañas, los ríos y los océanos, las flores y los pájaros, y de los demás seres humanos que como nosotros se enfrentan a la maravilla de existir.

La geografía más cercana nos marca, nos modela, como la arcilla en manos del alfarero. No es lo mismo nacer o vivir entre montañas, sólidas, cambiantes, o en el trópico caluroso. En una, el árbol tarda años en forjar su camino, en el otro, a los seis meses anidan pájaros en sus ramas.

Por eso la ciudad, el barrio, el poblado, el recinto, es la casa amada a la que siempre se busca regresar, como quien anhela encontrar el vientre materno. Los perfumes, las comidas, las brisas o las tempestades son motivo de conversaciones con quienes no conocieron a la ciudad que los mayores caminaron.

Guayaquil es una ciudad con muchas ciudades en su vientre, en sus sectores alejados del centro, escaladores de cerros y conquistadores de pantanos. Es la ciudad del estero, del río, de manglares, acacias, mangos, tamarindos, samanes y guayacanes, y también de las casas apiñadas como hormigueros, pegadas unas a otras en callecitas imposibles, con un ruido infernal y el miedo a cada paso. De avenidas amplias o pistas de lodo en invierno, de centros comerciales deslumbrantes o tiendas enrejadas donde todos se conocen. De basura en las calles o ciudadelas clausuradas con puertas y rejas, de incipientes jardines en balcones y ausencia de árboles en veredas estrechísimas. Sus habitantes vienen de todas partes del país y de otros horizontes, multitud de rostros, de cuerpos, de andares. Casi siempre bullangueros y rápidos. En los sectores populares el vestido es alegre, multicolor. Usted puede encontrar a la vecina o vecino salido de la cama, comprando el pan recién horneado, pero también encuentra a la mamá en bata de dormir que lleva a su hijo a la escuela en un coche caro.

Guayaquil está de cumpleaños, y los cumpleaños se festejan. Con juegos, cantos y partidos barriales, o con salidas, conciertos y bazares.

¿Qué regalaremos a la cumpleañera? Cada uno seguramente buscará algo que la haga mejor, más segura, más amable, pero no podemos dejar de agradecerle por cobijarnos y ser el ancla desde donde amamos y existimos. (O)