Admirador acérrimo de Yuri Gagarin, a papá le sorprendió más la llegada del fax que la de los cohetes a la Luna.

–Pero, ¿qué no entiendes?, le decía yo y le explicaba una vez más cómo era que llegaban cartas y documentos desde el otro lado del mundo a través de un teléfono que a su vez era impresora. Me sacaba de quicio. Como funcionaba la fotocopiadora sí que lo entendió, pero el fax le resultó imposible.

–Tenle paciencia, me repetía mamá, mira que lo suyo fue el telegrama. Y sí, mi papá fue el rey del telegrama. Con calendario en mano planificaba de antemano todos los saludos de cumpleaños que mandaría ese mes, el siguiente y el siguiente: “Querida Gilda Punto Hágome presente tu onomástico Punto Envío saludos familia Punto Cariño de siempre Punto”; “Hermano del alma Punto Cúmpleme informar noticia triste Punto Murió caballo Punto Abrazo Punto”.

Yo debí entender y tenerle paciencia, es verdad. Nació a inicios del siglo XX en un pequeño pueblo andino donde no había automóviles. En una ocasión nos contó que el único carro que él veía todas las semanas era uno de alquiler que traía y llevaba a su padre, magistrado de la Corte Suprema, todas las semanas a la capital. –El chofer del auto se llamaba Levoyer y cuando yo salía a la vereda a despedir a mi padre, lo veía sentado con su elegante gorra. Yo no sabía que este señor era un hombre común y corriente, que podía caminar y comer. Yo pensaba que él era parte del vehículo, fue así que el día que mi padre me trajo un carrito de juguete, yo le reclamé porque le faltaba un Levoyer–, reía a carcajadas.

Aprendió a dibujar las letras en tablas de pizarra; a contar, sumar y restar con un ábaco; y finalmente a escribir de corrido con pluma. Los tinteros, con tinta azul, verde y roja, reposaban en una pequeña bandeja de cristal sobre su escritorio. Su letra era hermosa, pero su estilógrafo le estalló más de una vez en el bolsillo del blanco e impecable mandil de médico. Amaba la fotografía y era un hábil dibujante, sus manos de cirujano experto también dibujaban todo lo que veía.

Pasó del teléfono de cable, al automático, al inalámbrico y finalmente al móvil. Nunca tuvo uno, pero entenderlo no le fue tan difícil como el fax. Razón no le faltaba para hacerse bolas con tanto aparato moderno, si él llamaba a su hermano a España yendo a la oficina de teléfonos de la ciudad para conectarse por un sistema de larga distancia al que llamaban Marconi.

El tiempo es implacable y a veces me gusta imaginarlo sentado en su sillón reclinable de cuero y hablando por Face Time a través de una tableta que yo le hubiera regalado. El pobre andaría como loco. Lloro sola. Pero también me río, y no, no soy bipolar, pero tengo que reír para aguantar las ausencias. Me río cuando imagino la cara que pondría papá al ver a mi nieto de 2 años tomar la muñeca de su madre y hablarle a su reloj: –Hey, Siri, weewou–, para que en el móvil empiece a sonar su canción favorita, We will rock you, y ponerse a bailar.

Y a pesar de todo vivimos incomunicados, parece que cada quien habla para sí mismo y no escucha al otro, al que piensa distinto. (O)