Pocas cosas hay tan difíciles como esperar. El que espera desespera dice el refrán. Esperar que un niño se cure, que podamos tener un trabajo, que llegue un transporte, que las cosechas sean buenas, que el tiempo cambie, que un niño nazca, el dolor amaine, la comida esté lista, la tormenta pase…

Estamos como país, con la necesidad de encontrarnos, de escucharnos... y sobre todo de decidir.

Pasamos mucho tiempo de la vida esperando, ese lapso entre lo que es y lo que queremos que sea. En ese afán los tiempos se hacen cada vez más urgentes llevados como estamos por las prisas de las comunicaciones y la tecnología. Todo rápido, todo para ayer. Abreviamos palabras, pedimos que nos den un resumen, nos cuesta leer un artículo largo, menos un libro. La prisa nos devora. No tenemos tiempo, decimos. Hay que llegar rápidamente a lo esencial.

Pero la vida requiere tiempo, es cuestión de tiempo. Más bien es cuestión de presentes, el presente que es el tiempo detenido, que es un instante y es infinito, que es lo único que poseemos y nos posee.

El país entero está detenido en ese presente, que nos duele, nos angustia, nos desorienta, desequilibra. Al borde de un abismo, con un horizonte nublado, sin vislumbrar qué nos oculta el fondo del acantilado.

Lo que parece depender de cada uno está en suspenso. ¿Seguirá el Gobierno, podré salir, tendré trabajo, habrá los productos que necesito, tendremos clases, podremos encontrarnos? Y aparece la espera. Esa antesala de las grandes decisiones, de los grandes acontecimientos. Lo difícil de esa espera es que los resultados no dependen solo de nosotros. Tenemos –no hay salida– que esperar, confiar en los otros.

Es una soledad habitada por múltiples decisiones, no tenemos todo el control, podemos acelerar resultados, pero debemos contar con los demás. Los demás existen… y, sin querer, el plural aparece con fuerza.

El aprendizaje colectivo de las urgencias y de las relaciones que nos determinan o nos liberan es impredecible.

Así estamos como país, con la necesidad de encontrarnos, de escucharnos, pero también y sobre todo de decidir. Y esas decisiones no son solo de las autoridades, de los políticos son nuestras, de todos y cada uno, porque sabemos, constatamos, que llegamos a buen puerto juntos o naufragamos.

Estamos quebrados, divididos, enfrentados, peleados, en las familias, en los barrios, en el trabajo, en las ciudades, en las regiones, pero no tenemos otra opción más que apoyarnos y tratar de superar la tempestad y llevar el barco a buen puerto. Habrá que echar muchas cosas por la borda para que la carga no nos hunda. Hay que aprender a navegar juntos, en la misma dirección y si es posible al mismo ritmo, porque el desequilibrio también nos hunde…

Los indígenas están en las ciudades, y los mestizos y todos los otros en los campos y en las diferentes comunidades. Todos nos necesitamos y dependemos unos de otros. No hay razas ni comunidades buenas y puras y otros explotadores y perversos. La historia está ahí para no mitificar nada y saber que todos, solos y en sociedad somos capaces de lo mejor y de lo peor.

La humanidad salió adelante cooperando y ayudándose frente a obstáculos invencibles para un solo ser humano. Así la espera, esta espera, nuestra espera, puede estar preñada de un presente y un futuro mejor si permitimos el parto… (O)