Alguna vez llegué a pensar que Hegel se inspiró en las primeras palabras del evangelio de san Juan para crear su inmenso y admirable sistema filosófico del idealismo absoluto. Porque la palabra es el origen de todo. Antes, se traducía como el “verbo”, porque denota acción. La palabra genera la vida y por eso debe ser usada con precisión y respeto.

Una de las características del cargo de presidente de la República debe ser el uso apropiado del idioma, porque puede suscitar mucho y diverso. Cuando el presidente habla, todo el mundo está a la expectativa de lo que dice. Puede engrandecer a alguien o denostarlo y borrarlo. Por tal razón la palabra presidencial debe ser prudente y cuidadosa. Me llamó a sorpresa cuando lanzó algunas expresiones contra un dirigente indígena. Dio lugar a que le contestara porque se puso en el mismo nivel. Esto es bueno para el aludido. Bueno, porque la palabra lo hace crecer como figura digna de llamar la atención del presidente y porque bastantes personas lo perciben. ¿Cómo? Depende. Si es una persona objetiva, lo pondrá en su justo papel como un dirigente más. Si es un partidario de la lucha armada callejera, lo sentirá como un buen dirigente. Si es una persona que teme los relajos y las destrucciones a los que son afectos los seguidores de soluciones violentas, se preocupará porque en su mente une a ese dirigente con la versión indígena de la lucha de clases y la dictadura del proletariado.

El lugar más adecuado para el uso de la palabra es el Parlamento, cuyo origen es parlar, conversar. Los ingleses fueron los creadores de esa institución que allá es venerable, y es el lugar donde el pueblo, los comunes son representados. La otra cámara es la de los lores. El Parlamento elige al primer ministro y este a su gabinete. Llevan nueve siglos de gobernarse de esa manera y a pesar de ser una monarquía constitucional, es una democracia.

Parlar, dialogar. Es el ejemplo que debería inspirar a nuestros parlamentos que han tenido otros nombres: congreso, asamblea. Una sola o dos cámaras. Sus integrantes deberían ser un ejemplo para los ciudadanos, pero no lo son. Solo algunos que se salvan de esa mediocre y a veces corrupta masa. En mis recuerdos aparecen diputados y senadores de muy alto nivel intelectual, casi todos del pasado, tal vez porque tenemos la tendencia a considerar que el pasado fue mejor.

Los jueces no hablan sino en sus providencias y hacen bien en no expresar públicamente sus opiniones, que por supuesto las tienen.

Es necesario volver a la palabra presidencial recordando que, entre los griegos de la Antigüedad Clásica, había un pueblo que consideraba las palabras como un tesoro. Eran los lacedemonios, los espartanos. Eran lacónicos, decían mucho con pocas palabras. Claro que no es requisito para ser buenos porque hemos tenido grandes cultores de la palabra como Velasco Ibarra, orador torrencial que también podía ser sentencioso, o como Camilo Ponce, elegante y culto. Carlos Julio Arosemena con una sola frase podía sepultar a un grupo, como cuando acusó a algunos de “estar enloquecidos por el dinero”. Eran otros hombres y épocas. Había menos gente y menos ladrones. (O)