Están las tramas evidentes, las que se resumen con facilidad, las que impactan y atraen a la mayor cantidad de lectores de novelas. Pero hay otras, menos manifiestas, que trabajan a otro nivel y que asoman a la superficie de cuando en cuando, como animalitos discretos en la supervivencia de las especies, y que no salen por completo; más bien, invitan a lanzarse bajo tierra, debajo de lo evidente, para descubrir un mundo aparte. Son esas tramas secretas o íntimas las que permiten que las novelas sobrevivan en un mundo con voracidad por historias grandilocuentes, giros de impacto, violencia, guerras y otros sensacionalismos de turno que parecen entrar en competencia con el arsenal de por sí vasto de la atroz realidad cotidiana. Frente a ese despliegue de impacto, en el que la novela parece una especie de fuente para alimentar películas y series de televisión, hay otras novelas que son esos animalitos discretos que también resisten catástrofes o devastaciones nucleares, y que pasan por alto el pesimismo de los que se afanan por declarar la muerte de la novela. Paul Auster, siempre certero y sereno en sus observaciones, sostenía que la novela “tiene más vitalidad y vigor que nunca”, y que, “por mucho que digan los pesimistas, nunca va a morir”. La pregunta es por qué ese optimismo, esa fe sostenida pese a los agoreros. Creo que él mismo dio la razón cuando señaló una de las virtudes del género: “Porque la novela es el único lugar del mundo en el que dos extraños se pueden reunir en condiciones de absoluta intimidad. El lector y el escritor hacen el libro juntos. Ninguna otra forma de expresión artística es capaz de captar la introspección esencial del ser humano como lo hace la novela”. Los lectores de poesía y los espectadores de películas podrían decir que ellos también tienen esa intimidad. Es innegable que deberán recluirse para disfrutar de poemas y películas. La diferencia está en que Auster se refiere no solo a la intimidad, sino a las “condiciones de absoluta intimidad”. Es decir, son varias y se refiere al término absoluto, que no hay que tomar de manera literal sino en el sentido potencial. Una gran novela, cuando no está supeditada exclusivamente al tema en sí mismo, sino que se preocupa por la sutileza en la percepción y la evolución de los personajes, esto en estricta relación con el lenguaje pertinente para lograrlo, genera un vínculo con el lector que se sostiene a lo largo del tiempo. Extensión de palabras de una novela y tiempo son dos factores estrechamente unidos. No se lee una novela en quince o veinte minutos, quizá sí un poema. Y una película ciertamente que puede llegar a durar dos o tres horas. El tiempo de lectura de una novela siempre es mucho mayor, con las excepciones breves que confirman la regla. Es decir, leer una novela es convivir con ella. Quizá respecto a la experiencia fílmica lo que está más próxima a una novela es una serie, no solo porque se alarga en el tiempo, sino porque median los intervalos entre un capítulo y otro, como en las novelas, sobre todo las largas.

¿Pero cuál sería entonces otro de los factores para la absoluta intimidad? Aquí la respuesta se vuelve más compleja, porque bajo la palabra estilo se abre un abanico de talentos que implica la combinación entre lo que mencioné: sutileza perceptiva, evolución de los personajes y participación activa del lector que debe imaginar. En esto la personalización es incomparable. Detenerse en lo que percibe un personaje o saber construir una atmósfera —y por atmósfera habría que entenderlo literalmente: condiciones de espacio, el aire y el clima— es lo que permite esa magia inquietante de acompañar a los personajes a donde sea que estos vayan, hagan lo que hagan, y a veces sin importar lo que digan, pero con la certeza de que se intuye o percibe en esos personajes un flujo de empatía. El conflicto de la ficción es que se puede desarrollar empatía con personajes oscuros que nada tienen que ver con el espíritu puritano de la corrección política. De hecho, este margen de riesgo es la raíz de la censura y tema para un largo debate que no ha decaído en la historia de la literatura.

Pienso en la novela de Andréi Biely Petersburgo, publicada en la primera década del siglo XX, primero como folletín entre 1913 y 1914, y en libro en 1916. Novela elogiada por grandes figuras, como Nabokov, Bajtín o Nina Berberova, es un gran despliegue de percepciones cromáticas de la ciudad homónima, con sus visiones del río Neva, sus malecones e islas, pero también es la historia de un padre y un hijo, de una mujer, su esposo y su amante, en el convulso escenario previo a la Revolución rusa de 1917. Se siente en ella toda la crisis que terminaría en el derrocamiento de los zares. Su humor, sus descripciones puntillistas donde palpita la vanguardia rusa en las artes, sus digresiones disparatadas y sus rítmicas repeticiones, escamotean a los lectores todo sensacionalismo de trama e ideología, pero abren la puerta a esa absoluta intimidad donde se puede descubrir la riqueza perceptiva de la mente humana. Claro que hay una trama y hay conflictos de su época, pero precisamente con Petersburgo se puede notar que una obra de arte siempre va más allá de una mera información o corroboración de lo que ya se sabe de antemano, y que ese más allá es impredecible y no se puede resumir en unas pocas líneas, ni se puede lanzar gratuitamente una trama, porque cada lector complementa con su sensibilidad su propia novela. Ningún spoiler puede atravesar la delicada frontera de una introspección en la que se asimila un mundo y con la que hay que convivir para apreciarla. Por eso, no todas las grandes novelas llegan a un lector cuando tiene prisa. La trama íntima tiene sus tiempos. Y, por supuesto, sus compensaciones. (O)