Desde hace décadas me ha sido negado el consuelo de las lágrimas ante pérdidas dolorosas que he experimentado. No es un alarde de virilidad, ni de imperturbabilidad, no me parece algo admirable y mucho menos deseable. El dolor no encuentra la salida fluida y dorada del llanto, y se estanca en oquedades que contaminan el espíritu con emanaciones de amargura. Me gustaría tener un buen emperro, como esos que algunas veces protagonicé en la temprana infancia, con abundantes lágrimas, berridos y pataleta. La sensación que me quedaba después de estos números era de placidez, de alivio y de renovación. Nada de eso tengo ahora, me veo obligado a soportar las feroces embestidas de partidas y ausencias, con los ojos secos y gesto de impotencia.

En 2009 tuve un peligroso accidente cardiaco al que sobreviví por una serie de afortunadas coincidencias. Algunas personas me dijeron que este fue el resultado de no haber llorado en tristes situaciones que lo precedieron. Aunque no se puede decir que hay una prueba científica de que existan tales causalidades, sí se han encontrado indicios que abonan en tal sentido. Se ha establecido, por ejemplo, que las lágrimas arrastran toxinas relacionadas con el estrés. Pero no es necesario llegar a una demostración científica para saber que tal sospecha es cierta. La naturaleza no crea nada inútil, cada órgano del cuerpo y toda conducta natural están encaminados a la conservación y mejoramiento de la especie en la cual se manifiestan. El llanto, conducta específicamente humana, debe tener una finalidad benéfica para el organismo. Así, seguramente por un bloqueo psicológico, estoy condenado a no disfrutar de este saludable don.

Jamás habría imaginado que sería huérfano solo cuando fuese abuelo y legalmente viejo. Mi madre, una poeta ganadora del Premio Gabriela Mistral y de la Violeta de Oro de la Fiesta de la Lira Cuencana, nos dejó la semana anterior. Feminista en los hechos, defendió con acciones y en su obra literaria a las mujeres pobres. Su delicadeza convirtió en un exquisito arte sus obligaciones culinarias de ama de casa. Vivió con entereza y decencia una vida con duros comienzos y luminosas realizaciones. El amor a la cultura, el hábito de la lectura, el respeto por la naturaleza, la admiración por las grandes realizaciones del espíritu humano, el sentido de la belleza, la necesidad de desarrollar una cosmovisión que me explique el universo son delicadas herramientas que me deja Mariana, cuyo manejo me ha permitido ser lo que soy: un escritor que encuentra satisfacción escribiendo y agradece lo poco que la suerte ha añadido a este deleite... Cabra, hijo de cabra, según el zodiaco chino, no heredé todas sus virtudes, pero siento que en mis venas se deslizan peces de colores y serpientes que descienden de los que recorrían las suyas.

Aún está cegada la fuente de las lágrimas. Ha permanecido así tras las fortísimas coces y los tenebrosos ocasos que he padecido durante estos años de pandemia, duros para todos. Al no poder llorar estas desgracias, intentaré transmutar en creatividad mi tristeza. (O)