El día viernes 14 de julio, el presidente de la República firmó el decreto que modifica el reglamento a la Ley Orgánica de Educación Superior (LOES).

En lo específico, los cambios van en la dirección correcta, de hacer que las universidades tengan más autonomía, y que no pasen por el viacrucis que ha sido la herencia de quienes todo lo querían hacer con controles y trabas del Estado.

Mientras en forma rápida y ágil se autorizó que universidades extranjeras pudieran ofrecer títulos online que eran reconocidos luego automáticamente por la Senescyt, las universidades ecuatorianas tenían que batallar por meses y hasta años para que se les autorizara una nueva maestría o carrera, contestando las más inverosímiles preguntas, y esperando que el tortuguismo aprobara aquello que no tenía por qué aprobar el Estado.

Las universidades saben mejor que un burócrata qué deben o pueden enseñar. Si no es conveniente, los alumnos no se matricularán; si no es de buena calidad, los alumnos lo dirán y el Caces, que valora la calidad de las universidades, lo hará notar.

Las universidades tienen que lidiar con el CES, el Senescyt y el Caces. Toda una superestructura burocrática, que hoy funciona coordinadamente, con personas que no están para destruir, pero que en el pasado eran tres feudos, y cada uno imponía cosas y trabas. Pero más allá de este cambio positivo, que además permitirá a los estudiantes escoger con mucha más libertad en qué universidad estudiar y qué carrera tomar, está la evidencia de que por encima de las trabas de la Asamblea hay muchas cosas que se pueden hacer sin que participe ese cuerpo colegiado que desde hace muchos años ha desarrollado un especial talento no para servir al Ecuador, sino para boicotearlo.

La situación actual del país obliga al Gobierno a crear una unidad interna, sin más burocracia, formada por los ministros relevantes para estudiar todo aquello que por vía administrativa pueda simplificar trámites, abolir pasos innecesarios, cerrar ventanillas que duplican cosas, y estudiar los flujos de los servicios del Estado para hacerlos más eficientes. Esto no requiere de la Asamblea, y puede convertirse en un arma poderosa del Gobierno para mejorar la calidad de vida de los ecuatorianos y el funcionamiento del aparato productivo.

El Ecuador antes de 1986 tenía una gran cantidad de timbres fiscales que se debían poner en muchos documentos de trámites oficiales. Se compraban en kioscos que había fuera del edificio del correo. Esos timbres costaba más emitirlos y administrarlos que lo que le rendían al Estado. Fueron eliminados; el Estado dejó de perder, y los ciudadanos y empresas tuvieron mayor facilidad para sus trámites.

Todas las dependencias del Gobierno central deberían presentar al presidente de la República en el espacio de 90 días el plan de desburocratización y simplificación de trámites. Las cámaras de la producción tienen estudiados muchos de estos cuellos de botella. Un trabajo conjunto de sector público y sector privado es imprescindible para que la asfixia regulatoria que tiene el Ecuador se simplifique. No se necesita dinero, solo ganas y decisión. (O)